jueves, 28 de marzo de 2019

A veces gritamos para oírnos a nostros mismos


“Así fue como volvimos a levantar la muralla y la dejamos terminada hasta la mitad de su altura, porque el pueblo trabajaba con entusiasmo.” Ne 3, 38

El capítulo 3 de Nehemías describe los trabajos realizados para reconstruir la muralla en Jerusalén. Hace un detallado recuento de quién se encargó de qué sección y habla, a partir del versículo 33, de cómo hubo quienes les criticaron con palabras de desánimo y deseos de que fracasen, pero “el pueblo trabajaba con entusiasmo”.

Creo que una de las cosas más difíciles de la depresión es precisamente no tener entusiasmo. Reconstruir cualquier cosa sin entusiasmo es tan difícil y una persona que busca recuperar su vida -porque no siempre fue así- con depresión encima tiene la doble tarea de realizarlo sin entusiasmo y con voces internas y externas que te aseguran que no sirves para esto que se llama vivir, que tus esfuerzos son insignificantes y absurdos, y que simplemente no tiene caso seguir.

Personas que tiene algún problema físico como una parálisis, una enfermedad muy seria, dolor crónico, en fin, algún mal que contribuye a que la depresión se presente y acrecenté, han llegado a asegurar que si tuvieran que elegir entre el mal que viven y la depresión que en ocasiones la acompaña, elegirían el mal, pero no la depresión.

La depresión es una carga enorme, pesada, agotadora. Es vivir en una nube de niebla que no sólo es espesa, sino que es casi inmovilizadora. Como si el aire fuera tan denso que cosas tan simples como caminar se dificultan porque… es como querer caminar sumergidos en el agua, con poco oxígeno y la necesidad de detenerte a cada rato para tomar una bocanada de aire que nunca alcanza. Y el peso del cuerpo es doble, tal y como querer correr en una alberca se siente imposible.

Hoy en día, gracias a Dios, el entusiasmo empieza a volver a mi vida. Miro hacia atrás y sé que he logrado reconstruir una parte de mi ser derribado y echo trizas.

Cuando los judíos se enfrentaron a las críticas y el juicio de otros que los consideraban indignos, el enojo los llevó a pedirle a Dios: “¡Escucha, Dios mío, cómo hemos sido humillados! ¡Haz que sus insultos recaigan sobre sus cabezas y que sean despreciados en un país donde estén desterrados! No perdones su falta ni borres su pecado, porque insultaron a los que construían.” Ne 3, 36 y 37

Confieso que mi enojo fue tres veces mayor que el de los judíos. Me vi despreciada cuando lo que hice fue pedir ayuda. Me vi abandonada cuando yo nunca abandoné la causa de esta Iglesia que amo, al grado de que sigo trabajando en dicha causa, pero ya no como miembro activo de la iglesia -las directrices de la pastoral a la que serví señalan que una persona con depresión no puede ser agente y la coordinadora se encargó de disminuir y finalmente eliminar toda participación mía. Me vi señalada como una “enferma” incapaz de contribuir, cuando fui la primera en decirles que estaba atravesando por una crisis y quise, en numerables ocasiones decirles cómo podían ayudarme y apoyarme sin quitarme de en medio. Quise decirles que existen necesidades humanas que pueden y deben trabajarse en todo grupo social y comunidad, y que vale la pena fomentar.

Pero fui ignorada, y aunque el Padre responsable de la pastoral a la que servía no me cerró las puertas, no se compartían las publicaciones que hacía en la página de Facebook que hice y alimentaba, ni me permitieron estar en grupos de WhatsApp para compartirlos yo. Todo mi trabajo de años fue ignorado por completo y no merecí consideración alguna. Para ellos la solución era simple: desaparece hasta que estés bien. Para mí, la ayuda consistía precisamente en no alimentar la idea de que yo ya no servía para nada. Una idea que me arrastraba a un abismo al que, si hubiese caído de lleno, sé que no habría podido volver nunca.  

Verás, el problema es precisamente ese: Nadie que no lo haya vivido, sabe lo que es vivir en el destierro de esta vida. La angustia que te invade, el terror del abismo que sientes que te traga. Nadie sabe lo que es ver a la muerte a la cara y sentir sus helados huesos tocar tu piel con la firme intención de acabar con tu existencia. Es una invitación a la vez dulce, porque el dolor ya es insoportable, y a la vez aterradora, precisamente por lo dulce que parece.

Hoy, ya no estoy enojada. Sé que no debí gritarles y, sin embargo, fue lo único que pude hacer. Y hoy vivo agradecida por ese grito y por los innumerables golpes que tuve que darle a mi almohada y al costal de box para descargar el miedo, el coraje, la angustia y la tristeza de verme tan sola y ser tan ignorada. De no sólo vivir en el destierro de esta vida sino en el destierro social que la falta de apoyo de una comunidad conlleva.

Y gracias a que no guardé silencio surgieron personas tanto dentro de la pastoral -ninguna con “autoridad” para incluirme de lleno- como fuera de ella que brindaron su apoyo y me demostraron que, aunque ya no formaba parte de un grupo social, soy una persona aceptada y amada. Quizá no soy popular… jajajajajajaja… Pero soy amada, y eso es diez mil veces más grande porque el amor que me brindaron fue un aliciente más para convencer a mi alma inconmovible que vale la pena conmoverse con el amor brindado y el dolor compartido.

Quiero decirte que la depresión y la ansiedad es cosa del pasado para mí. Pero he aprendido a aceptar lo que me tomó toda mi vida reconocer: la ansiedad y la depresión ya no se van a ir. Aún hoy, que estoy mucho mejor, tengo que estar alerta, tengo que vivir una vida de mayor disciplina, tengo que comer mejor y hacer ejercicio, soy más cuidadosa con mis horarios, he tenido que dejar de escribir por momentos para hacerle frente a las muchas obligaciones que aún me cuesta trabajo cumplir, y tengo que vivir con la realidad de efectos secundarios ante el medicamento que tomo.

También he tenido que ir reconstruyendo los hábitos que hacen que un hogar sea funcional, esté limpio y cuente con las condiciones mínimas necesarias para que las cosas funcionen con un adecuado nivel de armonía. He tenido que aprender a recibir golpes, a esquivarlos y a abrazar a mi oponente sólo para lograr detener su ataque y alejarme para tomar distancia -lo digo de manera literal en el box que practico y metafóricamente en el hecho de que he aprendido a aceptar todo ese daño que he recibido en un abrazo de amor y compasión, primero hacía mí misma, y después hacia quienes no pudieron hacer otra cosa que montarse en su macho y hacerme a un lado.

Hace falta aceptarlo: como sociedad tampoco sabemos cómo actuar. Hay mucha ignorancia en torno al tema y en cuál es la mejor manera de ayudar. Hay también resistencia, porque es inevitable que nos sintamos ofendidos y/o culpables -tanto nosotros que gritamos o nos derrumbamos sin remedio, como ellos que no escuchan, por más que se grita o por mucho que no podamos levantarnos. Solemos reducirlo todo a un “me faltas al respeto" o "eres flojo, caprichoso, terco”, o tantas otras cosas que somos pero ninguna implica valientes, tenaces ni mucho menos cuerdos. 

Pero en este caso, el respeto se le debe precisamente a los vacíos que necesitamos llenar, tanto quienes vivimos en el destierro de esta vida, como quienes están inmersos en ella y buscan, por sobre todas las cosas, eliminar a quienes piensan, erróneamente, atentan contra la estabilidad de esta vida social. Las comunidades que eliminan a sus “enfermos” no son comunidades, «son comodidades».

Las personas con un trastorno mental no somos una inconveniencia social ni representamos un atentado a la estabilidad familiar y comunitaria. Somos un síntoma de una sociedad con ideas e ideales «trastornados», es decir, equivocados en su raíz humana, y en un sentido más cercano a la fe, con lo que es y significa ser cristiano.

Hoy, la reconstrucción de la muralla y el templo que soy y en el que Cristo habita, no es aún una realidad total. Es, lo que siempre ha sido: una intención constante y un deseo de vida. Hoy reconozco que Dios me ha dado un lugar en esta existencia y agradezco con todo mi ser que se me dé la oportunidad de construir una vida que incluya las dificultades que mi condición me impone, y también las posibilidades que las señales de nuestro tiempo brindan. Mi labor es reconocer ambas y ayudar a que nuestras familias, comunidades y sociedad las reconozcan también.

Pido perdón si alguien se ha sentido ofendido conmigo, y perdono las ofensas recibidas. La ignorancia es tan grande en ambos lados que es imposible no ofender ni ofenderse. Sin embargo, ya no le imploro a Dios que los castigue ni quiero romperle la cara a nadie -oh sí, llegué a desearlo con todo mi ser- tampoco quiero acabar con mi vida ni busco huir de mi existencia. Esos son logros muy grandes y muy buenos síntomas de una recuperación en camino.

Y, aun así, confieso también que temo intentar existir en el mundo siendo quien soy. Quiero esconderme porque sé que ser quien soy implica, o ser rechazada e ignorada, o ser minimizada -basta con que sepan que tienes un trastorno mental para que no se te pueda dar nada que no sea un “pobre”, como si la lástima fuera verdadera compasión y misericordia.

No quiero conmiseración. Busco misericordia. Y no estoy dispuesta a recibir migajas -no hay dignidad en ello. Jesús me ha hecho saber que soy digna, muy a pesar de mis incansables gritos capaces de llevar, incluso al buen Jesús a desear ignorar a la “loca esa”, y no porque sea malo, sino porque es la primera respuesta humana, después de todo, «No se debe echar a los perros el pan de los hijos.» O como me lo dijeron a mí: la pastoral existe para el servicio, no para ayudar a sus miembros. Precisamente por eso no logramos crear comunidad en nuestras iglesias: estamos para “servir a” o “servirnos de” otros, no para alimentarnos los unos a los otros e integrar a todos en este dar y recibir. Ser bueno es “no pedir” y sólo hacer. Ser egoísta es “pedir y hablar de lo que necesitas”. Estamos tan equivocados como sociedad y como individuos. 

(En el párrafo anterior hago alusión al encuentro de Jesús con la mujer cananea cuya hija era atormentada por demonios y a quien ignoró en un principio, creo que, precisamente, por sus incansables gritos que, definitivamente, no son manera de ppedir. Y sin embargo, una vez que fue escuchada y reconocida en su desesperación, y que ella le expresó que incluso los perros son mejor tratados que a ella -fue como si le dijera: ¿por qué mi hija y yo no merecemos un trato digno, si hasta los perros son vistos y aunque sea sobras reciben? Dicho esto, Jesús le brindó lo que era necesario, no tanto porque por fin lo haya pedido de buena manera, sino porque ella por fin reconoció su valor, tuvo fe en su valor y pidió no lástima sino dignidad -Mateo 15, 22-28).

Insisto, una vez nos damos cuenta del valor que como seres humanos tenemos a pesar de nuestras inseguridades y males, Jesús nos asegura: “Qué se cumpla tu deseo.” Y nuestros hijos e hijas, nuestros niños interiores y nuestra inocencia básica de seres vivos y humanos, son reconocidos y somos liberados de nuestros demonios. Liberación no quiere decir que todo el mal se acaba, sino que somos libres de actuar en dignidad y con reconocimiento. Una dignidad que empieza con reconocernos valiosos y asumir la responsabilidad que a cada quien nos toca.

Por eso, pide, insiste, no quites el dedeo del renglón y si sientes que necesitas ayuda, búscala. Vas a ser escuchado/a. A veces hay que gritar para que nuestro ser más profundo, y Dios, que vive en él, nos escuchen. A veces gritamos para oírnos a nosotros mismos.

No había escrito en más de una semana. El trabajo y la necesidad de hacer frente a la realidad de esta existencia y sus obligaciones han rebasado mi capacidad de respuesta. Además, en esta reconstrucción de mi ser, ya duermo más -incluso sueño, lo cual es muy bueno- y no puedo dejar de hacer ejercicio por lo que invierto tiempo en ello, y bastante. Lo que en su momento pensé que me tomaría unos meses hoy sé que me implicará el resto de mi vida. Y estoy dispuesta. Sé que el camino es largo, pero todo se construye un ladrillo a la vez. Así que no hay prisa.

Ahora, si bien mis oraciones se vieron interrumpidas de manera escrita, no se han visto interrumpidas en su realidad existencial diaria. Todo lo que hago es una oración. En todo momento Jesús está a mi lado y constantemente le digo que le amo y me dice que me ama también.

Hace poco alguien me dijo que yo era insegura: Y sí, lo soy. No se puede desear morir y vivir con la seguridad a cuestas. Y aún así, con Cristo a mi lado, ser insegura no es mi definición última, porque con Él, no importa mi inseguridad, de todas formas, logro hablar, escribir, leer, enseñar, trabajar, esforzarme, hacer y vivir. Vaya, fue el deseo de ser ayudada lo que elevó mi voz al grado de un grito que despertó a Cristo en mí.

No es la seguridad en uno mismo la que es necesaria, sino la seguridad de ser amado y saber que hay quien te apoya, pase lo que pase, seas lo que seas, te equivoque las veces que te equivoques. La fidelidad de Dios y su amor son verdaderamente infinitos. Soy afortunada de no bastarme a mí misma y de ser la persona insegura que soy. Después de todo, como bien lo expresó Santa Teresa de Jesús: ¡Sólo Dios basta!

Gracias mi amado Yavé, mi dulce Jesús y mi bendito Espíritu Santo. Gracias por su presencia y gracias por su luz. Permítanme ser presencia y luz en este mundo también. Y bendigan nuestras inseguridades para que a través de ellas logremos encontrarles en nuestros vacíos y logren así llenar nuestra existencia.

Te amo.

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