miércoles, 11 de abril de 2012

Te necesito sola

Te necesito fuerte.
Te necesito entera.
Te necesito sola.
Sola.
Lo sé.
La palabra es un desierto.
Pero no arde más
que el sol de intolerancia
en el que has caminado.
Ni son sus noches tan largas
ni tan obscuras.
Lo prometo.
No tengas miedo.
Sola.
Con los ojos fijos en el viento
y la mirada interna sobre la tierra.
Con la planta de los pies
acariciando las aguas,
y un corazón de fuego.
Te necesito sola.
Como un pétalo sin flor
que sabe quién es
porque alcanza a reconocer
su belleza,
su aroma
y la textura de su esencia.
Aunque nadie lo confirme.
Te necesito sola
y en silencio.
Para que alcances a escucharme,
porque soy muy sutil
y el ruido del deseo
te ahoga, te consume
antes de que pueda
Yo tocarte.
Por eso te necesito sola.
Para que aprendas a vivirme
más allá de esta torre de Babel
en la que habitas
y comprendas que no hay necesidad
de idear mecanismos
para aprender a volar:
ya tienes alas.
Te necesito sola
para animarte a extenderlas
frente al abismo de la Verdad.
Para que te dejes caer en mis brazos
y no puedas escapar de este impulso
que te exige la totalidad de tu alma,
el vacío de tu ser.
Lo siento pequeña.
Yo sé que duele,
pero te necesito sola.

jueves, 5 de abril de 2012

Necesito decirte…

Cuánta necesidad tengo de decirte que te amo. De decirlo. De poder hablar del amor abiertamente. De poder explicarte lo importante que eres. Lo mucho que te necesito. Pero siempre que quiero decirlo, aparece el miedo, y me callo. Es mejor no decir nada, pudieras asustarte y correr hacia el otro lado. Pudieras huir de mi presencia y esconderte donde ya no pueda encontrarte. O peor aún, pudieras levantar tu mano y golpear mi alma con tu indiferencia, con tu desprecio o tu odio. 

Porque cuando yo te digo que te amo, te estoy hablando de Dios. Y lo sabes, en el fondo lo sabes. En el fondo no quieres sentir, ni creer que efectivamente Dios es amor. Lo sé porque me ha pasado lo mismo. Porque he visto y vivido las muchas, muchísimas formas en que el nombre del amor se lastima, se domina, se destruye. He visto como hay gente que “por amor” se ha arrancado los ojos para creer ciegamente, sin razón, sin sentido, y con mucho rencor en el alma. Con más miedo al infierno que deseo de bendición. 

Lo sé porque a mí también me han lastimado ellos, al igual que los otros: los que creen en el amor sin medida, sin límite, con supuesta pasión y entrega, pero vacíos de sí. Los que piensan que el amor es un momento, un instante que se toma y se deja ir, que se vive plenamente para después vaciarnos, pero no en el otro, sino en nuestra propia soledad, en la espera del siguiente momento de amar. Porque para ellos el amor inicia y acaba. No es un fluir, es un caminar que se hace, sobretodo solo, porque solos llegamos al mundo y solos hemos de marcharnos. De modo que siempre llega el momento en que con una sonrisa en el rostro nos despiden: “muchas gracias por haber coincidido conmigo en esta vida, ojalá volvamos a encontrarnos,” y se marchan. Tan solos, como te dejan a ti.
De modo que sin dificultad alguna puedo imaginar todo lo que pasa por tu mente cuando yo te digo que te amo. Crees, sin equivocarte del todo, que lo que digo es una ilusión en la que me he dejado caer para no reconocer que yo también he sido una de esas personas que se arrancan los ojos y que aman sin verdadera pasión, sin disposición a vaciarme en ti y sin permitir que el flujo de amor me bañe completamente y me transforme de tal forma que sea imposible ya despedirme, porque aún cuando no estés conmigo, estás en mí y lo estarás por siempre. De modo que si yo te digo que te amo, tú sonríes, sabiendo que no sé lo que digo, porque ya te he demostrado que yo tampoco he sido capaz de amar. 

Y sin embargo, hoy tengo que decírtelo. Hoy tienes que saberlo: te amo. Y sé que con sólo decirlo no lograré llenar el sentido que tiene, lo que implica saber que Dios es amor y que es eso lo que pido y quiero y busco al decirte que te amo: acercarme a ti y a Dios. 

Hoy quiero decirte que empiezo, apenas empiezo a comprender que ni tú ni yo somos culpables de esta distancia que nos separa. Que no tiene ni caso intentar abstraer el origen, porque todo intento nos lleva a señalar al otro, a responsabilizar al otro, y por otro quiero decir la humanidad entera, que no ha sabido ser madre incondicional de sus hijos. 

Me explico utilizando palabras de Erich Fromm en El arte de amar. Son pocos, muy, muy pocos, los que pueden decir: “me aman por lo que soy, o quizá más exactamente, me aman porque soy. Tal experiencia de ser amado por la madre (por la humanidad –el paréntesis es mío-) es pasiva. No tengo que hacer nada para que me quieran -el amor de la madre es incondicional-. Todo lo que necesito es ser -ser su hijo-. El amor de la madre significa dicha, paz, no hace falta conseguirlo, ni merecerlo. Pero la cualidad incondicional

del amor materno tiene también un aspecto negativo. No sólo es necesario merecerlo (por el simple hecho de ser y existir –otra vez, el paréntesis es mío-), mas también es imposible conseguirlo, producirlo, controlarlo. Si existe, es como una bendición; si no existe, es como si toda la belleza hubiera desaparecido de la vida -y nada puedo hacer para crearla.”

Porque seamos sinceros: no sabemos amar incondicionalmente. No sabemos balancear la necesidad de “educarnos” con la alegría de “aceptarnos” tal cual somos. No, la humanidad no ha sabido ser madre, y tampoco ha sabido acercarnos al amor del Padre (al amor a Dios). Cito, otra vez a Fromm: “El padre es el que enseña al niño, el que le muestra el camino hacia el mundo. […] El amor paterno es condicional. Su principio es «te amo porque llenas mis aspiraciones, porque cumples con tu deber, porque eres como yo». En el amor condicional del padre encontramos, como en el caso del amor incondicional de la madre, un aspecto negativo y uno positivo. El aspecto negativo consiste en el hecho mismo de que el amor paterno debe ganarse, de que puede perderse si uno no hace lo que de uno se espera. A la naturaleza del amor paterno débese el hecho de que la obediencia constituya la principal virtud, la desobediencia el principal pecado, cuyo castigo es la pérdida del amor del padre. El aspecto positivo es igualmente importante. Puesto que el amor de mi padre es condicional, es posible hacer algo por conseguirlo; su amor no está fuera de mi control, como ocurre con el de mi madre.”

Toda madre, todo padre, en su afán de amar, guiar, ayudar, también condicionan en una u otra medida su amor, y su condición puede llegar a sofocar la confianza de saberme amado, pase lo que pase, haga lo haga, sea yo quien sea. Y sin esa paz y seguridad primaria, no hay manera de enfrentar la vida. Igual de lamentable es lo contrario: los padres dan su amor tan a manos llenas, tan sin límites ni restricciones, que crean pequeños egos que explotan al primer pinchazo de realidad, ya sea con la violencia de una bomba o el chillido de un lamento. Tampoco en este caso se enfrenta la vida, si acaso, se combate, se lucha por sobrevivir, se busca aplastar al otro o se huye. El miedo o la comodidad, en cualquier caso es el motor. Por eso nos estancamos en una ideología que nos de un sentido dé seguridad, o nos dejamos arrastrar por lo que sea que la vida nos ofrezca, sin saber a ciencia cierta qué otra cosa podemos hacer más que existir en soledad.  

En fin, que somos hijos de una humanidad desbordada, y un Dios entendido más como concepto y ley. Y no como fluir de humanidades. 

Pero mira: Dios es amor. Y yo te amo. Y tú me amas. Y ese amor que está en mí, está en tí, y está en todos. Y es total, pero también es único, tan único como lo eres tú para mí, como lo soy yo para tí. Y es trascendental, porque no sólo me abarca y te abarca, nos abarca a todos, y es más que todos nosotros juntos. Y tiene la capacidad de dar y recibir, de pedir y ofrecer, de aceptar y exigir. Y sabe amarte incondicionalmente y sabe también condicionarte para que trasciendas, pues es importante que trasciendas y seas como Él: amor que se da y se llena al darse. 

En fin, que hoy necesito decirte que te amo. Te amo tanto como sé que soy amada. Y no, yo no fui uno de esos pocos, poquísimos seres que saben amar porque han sido amados sin condición y con firmeza. Mi convicción viene del amor que encontré, como dice una canción de Alberto Cortez: cuando no tuve ni “un perro con quién hablar” y me vi forzada a mirar hacia adetro y conversar conmigo. Fue ahí, en esa soledad, en ese vacío, que lo conocí. Y con el tiempo me di cuenta de que Él me ama porque siempre que lo necesité, ahí estuvo, sin juicios, con infinita paciencia, guiándome en la medida en que lo he permitido. Y un día también me di cuenta de que si estuvo a mi lado y me salvó, incluso de mí, fue porque también me necesita. Tanto como necesito hoy decirte que te amo.
Y empiezo, apenas empiezo a comprender la diferencia entre mi amor todavía inmaduro que te dice: “te amo porque te necesito”, y el amor que Él me otorgó, el cual afirma: “te necesito porque te amo.”

domingo, 25 de marzo de 2012

Siete pétalos

Un haiku es un poema breve de cinco, siete y cinco sílabas. Es una expresión del Japón, cuya temática es la naturaleza. En lo personal, los vivo como breves instantes de contemplación, pequeñas oraciones que me aseguran que el amor en su expresión total existe y que mi búsqueda es válida. Y yo, con todas estas ganas que tengo de creer, les creo. Aun cuando sé que no hay manera de llegar tan lejos.

Voz suspendida:
sol en el horizonte
de nuestro "a Dios".

En el silencio, el aire de Tu vidaes brisa de paz.

Tu mirada: la sinfonía de quietudllamada vida.

El viento sopla:palabra de Tus labios,caricia del Ser.

El árbol guardasavia, el escondidodeseo… mi sed.

Una llama en elpecho, cual amaneceren Tu búsqueda.

Son cinco rosasque con siete pétalos,suspiran por Ti.

lunes, 19 de marzo de 2012

El pasado vino a visitarme

El pasado vino a visitarme, o eso pensé.
Estará conmigo algunos días y después se marchará.
Me convencí, quise creerlo, y lo dejé instalarse.
Le otorgué el permiso de sentirse en casa, tal y como lo aprendí de mamá:
estás en tu casa, le dije.
Y, como si no lo conociera, le di las llaves de la puerta
para que pudiera ir y venir a su antojo.
Y él me tomó la palabra más allá de la letra.
Se instaló con total confianza y conchudez.
Se apoderó de mi sala, mi cocina, mi comedor y mi recámara.
Revolvió mis cajones en busca de recuerdos.
Tomó libros y cuadernos viejos que no volvió a colocar en su lugar.
Desorganizó apuntes que de por sí no estaban muy organizados.
Y cuestionó todo lo que hay anotado en mi agenda.
El pasado vino a visitarme
y no trajo consigo más que infinitos dolores de cabeza.
Su curiosidad enfermiza y su actitud altanera
de adolescente perdido incapaz de aceptarlo,
me fueron en extremo irritantes. Me enfermaban.
Desde que llegó, no había podido trabajar
por sus incesantes interrupciones.
Ni había logrado dormir a mis anchas ni disfrutar un momento de ocio,
pues cualquier instante de tranquilidad lo aprovechaba
para plantárseme enfrente y exigir mi atención.
Empezaba entonces el bombardeo de preguntas.
¿Y dónde están mis sueños? ¿Dónde está la vida que dijimos habríamos de tener?¿Dónde mis esfuerzos? ¿Dónde estoy yo en este presente tuyo?¡No estás!, por fin le contesté. ¡No estás ni quiero que sigas existiendo!¡No te quiero a mi lado! ¡Tú no has sido otra cosa que dolor y tristeza!¡Si pudiera acababa contigo! ¡Si pudiera te echaría de mi vida por completo! De hecho, deberías irte… ¡Toma tus cosas y vete! ¡Lárgate de una buena vez!Y a empujones lo saqué de mi casa.
Pero no se fue.
Con lágrimas en los ojos, se sentó en el patio…
Yo obligué a mi corazón a ser de piedra.
No podía someterme al chantaje de sus lágrimas.
Tarde o temprano tendrá que irse, me dije.
Pero no se fue.
Para colmo llovió esa tarde
y aunque la lluvia incrementó mi culpa, no cedí.
Fue cerca de media noche que ya no pude ignorar el hecho
de que el muchacho que alguna vez fui,
estaba solo y empapado en el patio de mi casa
-las cosas que podemos hacernos a nosotros mismos.
Me levanté de la cama, que era ya un infierno,
me puse una bata y salí a su encuentro con la firme convicción
de convencerlo de que se fuera, de que ya nada había aquí para él.

Enfrentar mi pasado fue ver lo cruel que he sido al juzgarlo.
Es sólo un muchacho perdido en sus aspiraciones y deseos.
Es sólo un muchacho.
Y yo lo he juzgado a partir del adulto que soy y no del muchacho que fui.
Lo olvidé, quise olvidarlo.
Pero hay que aceptar que es su juventud la que me impulsa
y mi presente no existiría sin él.
Fue tan difícil verlo a los ojos.
Tan doloroso saber que yo también contribuí
a crear esa soledad punzante que lo envuelve.
Porque hace falta aceptarlo: si es un muchacho molesto y pesado,
lo es porque no he querido cargarlo y responsabilizarme de él.
Es mío.
Yo soy ese muchacho perdido en sus aspiraciones y deseos.
Y al verlo, con esos ojos grandes e irritados de tanto llorar,
con esa ropa húmeda y fría,
con esa expresión de desesperanza y ese cuerpo cansado de no abrazar,
mi corazón de piedra se derritió al instante
y susurré: pedóname, no supe lo que hacía.
Mi pasado me extendió los brazos y se dejó caer en los míos, exhausto.
Fue entonces que me di cuenta de lo ligero que realmente es.
No pesa mi pasado, el pesado soy yo,
con mis exigencias y mi disciplina mal entendida.
Con mi empeño a dejar atrás todo lo que he sido por buscar
un futuro que ni rostro tiene, que no existe,
por huir de un presente que me he negado a transformar
por flojera, por apatía, por comodidad,
porque estoy demasiado ocupado
en vivir una vida que no quiero vivir.
Mi pasado vino a visitarme, o eso pensé.
Pero le he dado las llaves de mi casa porque es suya también.
He puesto reglas, claro, no puede hacer y deshacer a su antojo.
Es un muchacho mi pasado, después de todo.
Su adolescencia es tan total, tan rebelde y terca
que necesita aprender a comportarse.
No es fácil vivir con mi pasado.
Y estoy segura de que no debe ser fácil para él vivir con mi presente.
Mi madurez le resulta aburrida y mi sensatez monótona.
Y lo es, pero también es estable, constante y firme.
Atributos que necesita, y estoy hoy en condiciones de otorgarle.
Mi pasado, a cambio, me ha dado la alegría de saberme aún joven
… de corazón, al menos. Capaz de amar tan intensamente como siempre.
Él me recuerda quién soy, de dónde vengo y a dónde quiero ir.
Y ahora que lo veo de lleno, sin dramas ni complicaciones,
es fácil aceptar cuánto lo amo, y es fácil comprender que me ama también.

lunes, 6 de febrero de 2012

Comer un pedazo de pay a cucharadas

Me siento tonta cuando hablo de Dios. Eso fue lo que le confesé a mi abuela un fin de semana que fuimos a visitarla. –Es como decirle a alguien “te amo” y luego comprender que no es necesario decirlo, porque a ese alguien mi amor le tiene sin cuidado. O como escuchar una conversación ajena, digamos, en una cafetería, y atreverte a asomarte por la butaca, meter tus narices y dar tu opinión. No importa si lo que has dicho aporta o no algo, todos te miran con cara de “¿y a ti quién te preguntó? ¿Quién eres para decir algo?”
Mi abuela me miró, y tomó mi rostro en sus manos, como lo ha hecho siempre. –Pues sí, tontita, es absurdo hablar de Dios.
Soltó mi rostro y sacó dos tazas para servirnos café.
De Dios no se habla. A Dios se le respira, se le escucha, se le alaba, se le agradece, y si tienen que haber palabras, las únicas que sirven y cuentan son la que existen entre Él y tú. Hablar de Dios es como querer ponerle una cereza a un pay de cerezas. Mejor dejar las cosas como están y si has de hacer algo, sírvete un buen trozo de ese pay. Y disfruta cada cucharada
Colocó una enorme y humeante taza de café frente a mí.
Mira tontita, yo sé lo que te pasa. Lo sé porque me pasó a mí, y le ha pasado a muchas, muchas personas.  Tú quisieras ser “alguien” para poder hablar de Dios.
Puso la leche a un lado de mi taza y con un gesto me invitó a ponerle un poco al café.
–Vaya, te habría encantado ser “alguien” para hablar de lo que sea. Crees que si fueras “alguien” podrías hablar con la suficiente autoridad para decir lo que dices. Pero, gracias a Dios, a ti no te alcanzó ni el dinero ni las circunstancias ni el tiempo ni la salud ni nada, para obtener el título de “alguien”.  
Y cada que dijo “alguien”, levantó las manos para dibujar las comillas que llenan la palabra del vacío que representa.
Vertí un poco de leche en mi café y le agregué dos cucharaditas de azúcar. Lo hice para darme tiempo y encontrar algo que responder, pero no encontré qué decirle. Tenía razón, claro, pero no supe cómo aceptarlo. Implicaba reconocer lo que siento: soy nadie.
Lo bueno de hablar con mi abuela es que sabe cuándo es conveniente dejarme a solas con mi sentir. De modo que nos tomamos el café en silencio. De hecho, no volvimos a hablar del tema en todo el día. Escuchamos música, le ayudé a preparar la comida, a lavar los trastes y nos reímos de las ocurrencias de mi hija. Pero justo antes de que llegara el momento de despedirnos, me pidió que la acompañara a la cocina.
Tengo una pregunta para ti: Ahora que eres mamá, ¿qué es lo que más quieres que tu hija sea?
Lo que sea que ella quiera ser, por supuesto.
Ay, hija. De  plano todavía eres una mamá muy nueva. No tienes ni idea de lo que quieres para tu hija. Pero yo te lo voy a decir, porque ya soy una mamá muy vieja y ya pasé por todo ese esfuerzo de buscar que mis hijos se realicen. Uno como padre vive tratando de darle lo mejor a sus hijos para que sean “alguien” en la vida, y te tardas toda una vida en comprender que en realidad lo único que quieres es que sean felices.  Por eso no dejo de darle las gracias a Dios por haberte negado ser ese “alguien” que deseabas a cambio de que seas feliz. Y yo sé todo lo feliz que eres porque viví todo lo infeliz que fuiste. Y si hubieras sido “alguien” te habrías casado con ideas y conceptos que no te habrían dejado buscar las respuestas que necesitabas para llegar a ser feliz. Por eso, mi niña, no pretendas que “alguien” te lo reconozca. Nadie lo hará. Porque hace falta ser nadie para reconocerlo. ¿Me explico?
La verdad no sé si comprendí. Sólo sé que no soy el “alguien” que alguna vez quise ser, pero sí soy el nadie que sonríe la mayor parte del tiempo. Sé que lo agradezco tanto como me duele, pero eso indica que estoy viva. Y estar viva es lo único que importa. Estar viva y ser feliz. Eso, y poder comer un pedazo de pay a cucharadas.

domingo, 22 de enero de 2012

Cerdos en el ala

Ví la película “The Girl with the Dragon Tattoo”. Buenísima. Me impactó una escena: ella tira lo que trae en la mano, sube a su moto y se va. Lo que me impactó fue lo mucho que quise ser ella: tirar lo que tengo entre manos, subirme a una moto (sí, yo, que le tengo miedo a las motos, quise tener una) y largarme. 
 
Pero estoy llamada a permanecer en el amor. Pase lo que pase, aún cuando a ratos me aterra, estoy llamada a permanecer. 
 
Para exorcizarme me regalé una sesión de “Pigs on the Wing 1 and 2” del álbum Animals de Pink Floyd. Nada como Animals para recordar que en un mundo como el nuestro, somos muy afortunados de amar y ser amados. 
 
Y mientras escuchaba se sentó a mi lado, me tomó la mano, y volví a oír su voz: Que no deje de importarte, mi amor. Permanecer se logra cuando no deja de importarte.
 
Vale pues. Aquí sigo: amada, amante, amor. 

Nota: La expresión "Pigs on the Wing" era utilizada por los pilotos aviadores de la Real Fuerza Aérea Británica ("RAF" por sus siglas en inglés) y se refería a qué tenían una nave enemiga en un punto ciego de su avión, generalmente debajo de las alas. 

Ahora imagínalo: 

Tengo cerdos en el ala (I’ve got pigs on the wing). 

Tranquilo, te tengo cubierto (Easy, I’ve got you covered). 


Pigs on the Wing (1)
If you didn't care what happened to me,
And I didn't care for you
We would zig zag our way through the boredom and pain
Occasionally glancing up through the rain
Wondering which of the buggers to blame
And watching for pigs on the wing.

Cerdos en el ala (1)
Si a ti no te importara lo que me sucede,
Y a mí, tú no me importaras
Recorreríamos en zig-zag el camino del aburrimiento y el dolor
Ocasionalmente mirando hacia arriba a través de la lluvia
Preguntándonos a cuál de los cabrones culpar
Y cuidándonos de los cerdos en el ala.

Pigs on the Wing (2)
You know that I care what happens to you
And I know that you care for me too
So I don't feel alone
Or the weight of the stone
Now that I've found somewhere safe
To bury my bone
And any fool knows a dog needs a home
A shelter from pigs on the wing

Cerdos en el ala (2)
Tú sabes que me importa lo que te sucede
Y yo sé que te importa lo que me sucede
De modo que no me siento solo
Ni siento el peso de la piedra
Ahora que he encontrado un lugar seguro
En donde enterrar mi hueso
Y cualquier tonto sabe que un perro necesita un hogar
Un refugio de los cerdos en el ala.





sábado, 14 de enero de 2012

Mujer

Una mujer en el suelo, desnuda, maltratada, despreciada, con el rostro lleno de lágrimas y tierra, con los cabellos largos, enredados y revueltos, y sus manos vencidas a su costado. En su mirada no hay súplica. Es la mirada de quien sabe lo que sigue y no busca resistirse. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene? Es la mirada de quien acepta la muerte sin amargura, porque morir se antoja más dulce que el vacío de humanidad que su existencia es, ha sido, y seguirá siendo. 

Quienes la acusan la sacaron a fuerza del lecho donde, con infinita devoción, acariciaba la piel desnuda del hombre amado. Un hombre de quien se enamoró. Se enamoró porque le habló a ella, y no a las expectativas que en su vida existían. Un hombre que no era el suyo, ¿pero quién realmente lo es? ¿Y cómo pudo ser tan ciega? ¿Cómo? Las palabras del hombre, a quien aún, muy a pesar suyo, ama, son un sordo recordatorio de su estupidez, un estallido de conciencia que la dejó anestesiada. Sus palabras duelen más que el desprecio de toda esa gente que la arrastra y le escupe. Sus palabras fueron la condena que le arrebató la vida: ¡Fue ella! ¡Ella me sedujo! ¡Fue ella! Y nadie lo puso en duda: ante la vista de sus inquisidores, esa mujer nació hembra, y aunque quiera, nunca se quitará de encima la peste del deseo que provoca. 

Su rostro tocó el suelo al mismo tiempo que sus rodillas. Sus brazos no fueron capaces de detener el golpe. Se siente mareada y rota. Desde su rincón en el suelo todo es confusión y escándalo. No sabe dónde está, sólo sabe que en cualquier momento una piedra encontrará su cuerpo, y luego vendrá otra y otra y otra. 

A través de su cabellera alcanza a ver a un hombre parado frente a ella. Ella no puede ver su rostro porque no puede levantar su cabeza. Le pesan sus memorias. Le pesa la vergüenza de saberse tentación, y de ser por ello, indigna de amor. Así se le ha enseñado siempre, y hoy lo confirma: el hombre que era objeto de su devoción, de su entrega sin límites, de toda su alma, la ama tan poco que no supo o no quiso, cuidarla. ¿Pero cómo culparlo? Ella tampoco ha sabido o querido, cuidarse.

La gente le exige a aquel hombre parado frente a ella, que de la orden para iniciar la lluvia de desprecio que acabará con sus culpas. El hombre guarda silencio y sin prestar atención a la muchedumbre coloca su mirada en lo único que parece importarle: la mujer en el suelo. Entonces, su cuerpo entero se inclina hasta quedar en cuclillas, porque sabe que ella no lo verá si Él no da el primer paso. Ya cerca de su rostro busca la mirada de ella. Por fin, las miradas se encuentran. El hombre, ahora que sabe que ella lo ve, dirige su mirar al suelo, justo frente a ella, y la invita a leer las palabras que con el dedo dibuja. Ella reconoce algo en aquellas letras. Lo sabemos porque su cuello ha recuperado fuerza y su mirar se transforma en sorpresa.  A su alrededor la multitud insiste. ¡Condénala! ¡Condénala! Los gritos han vuelto a atormentar el alma de aquella mujer, pues ha levantado sus ojos y dejado de ver la imagen que Él dibuja en el suelo. Ha vuelto a caer en el hechizo de los reclamos que piden su vida inservible, absurda. Es entonces que el hombre interviene, se levanta de golpe, y con absoluta autoridad lanza la sentencia: Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra

Después de lo dicho, vuelve a colocarse en cuclillas, captura la mirada perdida de la mujer y la vuelve a dirigir a la línea de los garabatos hechos previamente en la tierra. Con la mirada le pide a la mujer que sigua su dedo y lea Su Palabra. Ella lo hace, y casi sin darse cuenta su corazón acelerado empieza a latir al ritmo del trazo. Un trazo que se repite una y otra vez, como las olas del mar en calma. 

El bullicio no cesó de inmediato. En cuanto se oyeron aquellas palabras todos empezaron a gritar y quejarse. La indignación de los más viejos –maridos legítimos de la tradición- fue  la primera en reclamar: ¡¿Qué significa eso?! ¡¿Qué esperan para arrojar la primera piedra?! Este hombre no conoce la ley, ¡¿cómo pueden llamarlo maestro?!
 
Mas el Silencio del hombre fue total. Y la insistencia en el trazo de aquella Palabra en el suelo fue hipnotizante. Poco a poco la brisa del Silencio acarició los rostros indignados. Y el Silencio se hizo sentir. 

Pero no hay nada más incómodo y molesto que el Silencio. Para muchos, no hay pérdida de tiempo más grande, de modo que hubo quienes casi de inmediato empezaron a retirarse.  

Los primeros en hacerlo fueron, precisamente, los más viejos. Su autoridad no tuvo oídos, y apoyados en el bastón de sus tradiciones se marcharon refunfuñando y maldiciendo su suerte y la del mundo: ¿A dónde iremos a parar con gente así? 

Les siguieron los curiosos. El morbo que los acercó no encontró alimento y desencantados decidieron continuar su búsqueda de males ajenos en otro lado. Al diablo, dijeron, me voy

Pero hubo quienes se quedaron. Hubo quienes se aferraron a su piedra en la mano, convencidos de que valía la pena encontrar una razón para usarla. Hubo también quienes necesitaban odiarla o tendrían que odiarse a sí mismos por no hacerlo. A veces, se vive tan vacío de significado que no es fácil soltar lo que se cree. 

Y todas estas personas en espera de un valiente detrás del cual esconder la mano para aventar su piedra, escucharon el Silencio. Y en el Silencio sintieron a su corazón latir, y en ese latir oyeron su nombre, y con su nombre la imagen de la mujer tirada en el suelo se transformó: vieron su humanidad. Vieron su alma. Con pasión sintieron el dolor de aquel cuerpo herido, y reconocieron en ella sus debilidades. Supieron que nada han hecho para cambiar la vida de esa humanidad que quieren aniquilar. Sintieron el amor que ella buscaba y el odio que su búsqueda ciega generó. Abrieron su conciencia, y por un instante aquella piedra en la mano no tuvo razón de ser. Abrieron entonces su corazón como se abre un puño… y soltaron la piedra. 

Una a una, poco a poco, las piedras cayeron al suelo. Y avergonzados por saberse tan desnudos y ultrajados como el cuerpo de aquella mujer, por saber que a su alma le han hecho una y otra vez lo mismo que pretendían hacerle a ella. Tristes y agotados de cargar con una humanidad rota. Dieron el primer paso a la posibilidad del perdón. Se retiraron también. 

Y con su ausencia llegó la Paz. 

Entonces, el hombre se puso de pie. –Mujer, le dijo. Y ella se sintió reconocida, amada, comprendida. –Mujer, le dijo. Y sólo se lo dijo una vez, pero el eco de esas sílabas retumbaría en su ser por el resto de su vida.  –Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?

Nadie, Señor. 

Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.

Aquí es donde todos terminan la historia. Pero yo, que estuve ahí, sé que sucedió más, mucho más ese día. Porque la compasión que no conmueve y lleva, por eso mismo, a la acción, no es más que pantalla de grandeza. Y aquel hombre no vino a apantallar a nadie, sino a provocarnos a todos.
Entonces… le dijo: –Vete, y en adelante no peques más.

Y ella, completamente deshecha, dejó salir todo su dolor en un llanto que no desgarró el aire, sólo sus entrañas. Todos pensaron: miren, llora agradecida. Pero su llanto no era un dulce gracias, era un amargo ¿por qué? Sin palabras lo preguntó. Con cada lágrima cuestionaba a aquel hombre que la había salvado: ¿por qué? ¿Por qué me has salvado? No ves que no hay nada aquí para mí. ¿Por qué?
El hombre entonces levantó el rostro. Necesitaba ayuda. Buscó, primero, a su derecha. Los ojos de sus discípulos estaban en su Maestro, fijos y llenos de admiración. En ninguno de esos “hombres de Dios” encontró lo que buscaba, porque no fue ni es ni será nunca admiración lo que buscaba. Aquellos hombres estaban demasiado ocupados en imitar la santidad de sus actos, y habían olvidado al ser que yacía en el suelo, desconsolado. 

Volteó entonces a su izquierda, y fue ahí que encontró lo que buscaba: Magda tenía los ojos rojos, con lágrimas también, y fijos no en Él, sino en la mujer y el suelo que la sostenía. La llamó y le dijo: Magda, haz lo que tu corazón te ordena. 

Entonces ella se quitó el manto que le cubría la cabeza, y cubrió el cuerpo lastimado y dolido de aquella mujer en el suelo. Le susurraba con ternura: Calma, calma, ya verás que todo estará bien. La abrazo como se abrazaría una rosa que está a punto de perder todos sus pétalos. 

La mujer se sostuvo de ese abrazo sólo para adquirir suficiente fuerza y preguntarle: ¿quién es tu Señor?

Se llama Jesús. 

Jesús… –repitió en un suspiro que sólo sirvió para dejar escapar otro llanto ahogado. 

¿Pero por qué lloras mujer? No ves que ya todo está bien. 

Me ha dicho que no peque más, pero yo soy pecado. Soy cuerpo, y es a través de este cuerpo como sé amar.  Por fin, su temor tomó forma, lo dijo, salió de su ser. –Si no fui condenada hoy, seré condenada mañana

Sshhh… Ya, ya… –Magda le acariciaba el rostro y le secaba las lágrimas. –No temas. Nadie condena tu amor. Pero mira, no te exijas correr estando aún en el suelo. Vamos a bañarte y vamos a vestirte. Vamos a ponerte linda. Vamos a alimentar un poco esas entrañas dolidas. Y luego, vas a empezar a decirte a ti misma que vales tu peso en oro y que no mereces escándalos ni malicias. Por ahí vamos a empezar. Porque tú, mujer, no eres un pecado. Eres un corazón. Pero toma tiempo entenderlo, otro tanto asimilarlo, y un poco más aprender a compartirlo. De modo que sigue leyendo aquella Palabra que te hipnotizó. No la sueltes. Aquello que viste y que aún no puedes nombrar, eres tú. La verdadera y única tú. Te lo prometo.