domingo, 6 de enero de 2013

He perdido la fe

 
He perdido la fe. Sé que la tenía conmigo al salir ayer de casa. Sé que estaba en el bolso que llevo por alma y en el que guardo las palabras que me diste aquí y allá: en un poema, un pasaje, una oración, una historia… en la canción que sonaba en la radio aquel día que lloraba en el auto dispuesta a todo, cuando todo implicaba dejar de intentarlo… ¿Lo recuerdas? ¿Las recuerdas? Palabras que aseguraban que me amabas y que estabas conmigo. Palabras que sostuvieron mi mano y la guiaron a persignarme para recibir con tu signo un consuelo de amor.
He perdido la fe y la busco con ansia, con miedo, con el vacío instalado en mi vientre de nuevo, con ese hoyo negro que se roba la vida. He perdido la fe y esta vez es más triste que antes, cuando creí que no la tenía, porque no hay ya pretextos de un defecto en mi cuerpo que produzca hormonas de más o de menos. Estoy bien, dice el informe médico, y es cierto: yo sonrío todo el tiempo, y mi nivel de energía es tan alto como la capacidad que tengo de enfrentar el diario ajetreo de subir y bajar escaleras de oficios, deberes, estudios, planes y proyectos. 
He perdido la fe, y empiezo a perder también la esperanza de encontrarla en los viejos cajones de memorias, de fotos instantáneas tomadas al azar en momentos cruciales, de las muchas imágenes que juntos creamos en lo que fue nuestra historia de amor. Una historia escrita en un intercambio de emociones que hoy ya no encuentro por más que me afano en buscar, y que mi razón me dicta que no busque más porque no fueron más que inconscientes intentos de darle un sentido a la vida que hoy, sin ti y mi memoria de ti, ya no tiene.
He perdido la fe, tal y como perdí la inocencia de creer que existes en los ojos de aquel otro cuya ayuda y presencia busqué, busco, y quizá, porque así de cabrona es esta soledad, vuelva a buscar… pues la necesito. Necesito su presencia tanto como te necesito a ti. Y cada negativa me hunde, me arrastra, me obliga a prometerme a mi misma que ya no lo intentaré más. Que no tiene caso y no tiene fin, porque tu no estás en su mirada, ni en su alma, ni en el corazón de un mundo para el cual no existo. No existes.
He perdido la fe, y levantar hoy mis brazos para abrazar tu presencia se siente como querer llevar en hombros el peso de una vida que es, como tantas otras, un error, un azar, un conjunto de decisiones mal tomadas, el número de una estadística que me da el valor de una cifra más, y que me quita toda importancia de vida. Un nombre entre millones en un computador que no sirve para redactar biografías, sino para contabilizar fracasos.
He perdido la fe, y sin ella, me temo, nada valgo. Porque en ella están contenidas todas las razones para amarte, para amarme, para amar. Para verte como el arquitecto perfecto de mi vida. Para convertir mis errores en los aciertos que me guiaron a encontrarte al frente de mi existencia. Una existencia que no es una cifra, ni un fracaso. Una existencia que es tan única como el amor que sólo a mí me has dado, porque así de importante soy. Así de buena. Así de bueno Tú. Así de buena esta vida que nos llevó a encontrarnos el uno con el otro. Así de bello el misterio.
He perdido la fe, y sé muy bien que es probable que la haya dejado recargada en en el asiento donde intenté sacudirme las ideas de que por encima de tu Palabra está la tradición de un orden jerárquico que no refleja la unidad de tu imagen sino el contraste de los opuestos: hombre y mujer; cielo y tierra; mal y bien.
Es probable, sí… seguro fue ahí donde la perdí. Porque fue en esa silla donde supe que vivo en un mundo ciego y terco. Y no hay peor terquedad que la ceguera que nos lleva a ignorar que el otro –y el otro en demasiadas ocasiones somos nosotros mismos- existe. Sí, fue ahí donde comprendí que para muchos, demasiados, yo sigo siendo nada. Fue ahí donde comprendí que esas ideas las llevo también grabadas en mi antropológica memoria, y que son como el virus de un antiguo mal al que estamos tan habituados que creemos normal.
Y mira, mira qué lindo fue darme cuenta, porque con la sonrisa que nació de mis labios pude ver la alegría y el orgullo que te causa que tu niña querida tome consciencia de un hecho tan simple y a la vez tan complejo. Y con ese “darme cuenta”, por fin logré extraer de este bolso que llevo por alma la Verdad que te hace mi valor más preciado, mi razón más exacta, mi inexactitud más certera.
Y por fin encontré esta fe que creía perdida, y que nunca dejé en ningún lado, porque Tú no me dejas perder… porque me has hecho tan terca como este mundo ciego. Con la gran diferencia de que a mi me obligaste a buscarte en la obscuridad de mi vida para que no tuviera más remedio que abrir los ojos ante tu Verdad, que es la mía: soy tan hombre como soy mujer, y vivo para tu cielo en esta mi tierra amada. Amada por ti y por mi. Y el mal que me aqueja es la oportunidad de que en mí tu bien sea la regla de toda excepción. Y existo para tu existencia. Y vivo para darte vida. Y soy tan tuya como Tu eres mío. Y algún día moriré también por ti como he vivido muriendo por encontrarte como la fuente de mi realidad. Eres mi amor, mi sol, mi vida, mi ser. Gracias por darme este granito de fe. Gracias, mi bien.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Un pretexto

Buscaba un pretexto para escribir. Pero no hay ninguno. Desde hace ya más de un mes no quiero decir nada. Nada. Voy a lastimarte con mis palabras. Y no quiero hacer eso. Entonces me las trago, como lo he hecho toda la vida. Es como comer vidrio, ¿sabes? Es como sentir que tus entrañas sangran y verte descomponerte poco a poco, día a día. Pero al menos tú vivirás en la ilusión de que todo está bien. De que tú estás bien. Porque eso es lo que quieres: estar bien. Nada tiene que ver con el amor que dices que me tienes. Nada tiene que ver conmigo ni con mis necesidades. Esas son un chiste. Un pretexto para reírnos juntos, pues es absurdo que yo necesite algo más que tu amor.
Buscaba un pretexto como lo he buscado toda la vida. Un amor que sea más grande que tú y que yo. Y que por eso mismo me obligue a abrir los ojos y los labios. Un amor que surja de mí y que me lleve a mí. Y que al reconocerme te reconozca. Y te de la misma dignidad que pido.
Buscaba y te pedía que buscaras conmigo. Y lo hiciste. El amor te llevó a entregarme el gusto de verte a mi lado participando en ritos y rituales. Que de eso se trata, pensaste: ritos y rituales. Démosle a la niña su gusto por creer en historias de trascendencia, en cuentos de amor y gloria, en pasiones que son tan trágicas que no vale la pena repetirlas en uno mismo. Démosle a la niña su gusto por creer.
Y así, mientras tú me dabas atole con el dedo, yo, a cuenta gotas, fui leyendo la verdad que tu condescendencia creyó vedada a mi capacidad e inteligencia. Y un día la niña se dio cuenta de que ya no era la pequeña de tus ojos. Creció, creció tanto que ya no cabía en tus brazos, que ya no puede seguir a la sombra de tus deseos, ni de los suyos. Creció en fe y en dignidad. Creció con historias de trascendencia que quiere hacer realidad. Creció con historias… que quiere hacer realidad.
Historias en las que no estás tú. Historias que buscan, ya no pretextos, sino verdades. Historias que hablan, no de amor, sino de Dios, que si bien es amor, es mucho más que sólo eso. Es la valentía de decirte que eso que tú me dices que es Dios, es en muchas ocasiones lo que te conviene que sea. Y Dios ya está cansado de ser tu pretexto para mantener al mundo bajo los mismos esquemas de escuela, iglesia, sociedad y familia.
Buscaba un pretexto para escribir. Pero no encontré ninguno.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

¡Qué tragedia!


¡Qué tragedia!

Adán culpando a Eva y ella culpando a la intuición que la llevó a creer que él la amaba y la llevó a amarlo como si fuera dios.

¡Qué tragedia!

Ahora los frutos de ella dependen de él, y está convencida de que no puede lograr sin dolor. Ahora ella está sola porque ha pisado su ancestral capacidad de saber, su única y verdadera compañía. La ha negado como se niega a sí misma en la desesperación de no ser amada, por ser tan mujer. 

¡Qué tragedia!

Ahora él cree que está por encima de ella, y no puede disfrutar sin conquista, sin sudar su pan tanto como su gozo, porque necesita ser el Dios de la mujer que ama, y que también desprecia, porque cree que está por encima de ella, aunque sabe que no lo está. Y cuando la culpa, lo que quiere es lavarse las manos y no ser el dios que ella le hace sentir que es, porque no es justo ser tanto, porque no es justo ser dios.

¡Qué tragedia!

Porque ambos están atrapados, señalándose el uno al otro, incapaces de decirse: lo siento tanto como te siento, te amo tanto como me amo… Incapaces de aceptar que ese amor fue prematuro, fue un saber, no un ser. Había que dejar madurar el fruto para que el árbol del jardín de sus cuerpos no sólo fuera un conocerse, sino fuera ante todo un vivirse. Un árbol de vida, no de saber.

¡Qué tragedia!

Porque lo que está destinado a ser un cantar de cantares, se ha convertido en un lamento. Porque ahora sus pasos se encaminan, no al encuentro, sino al adiós. Y así, aunque no se despidan nunca, ya se han alejado el uno del otro, porque no saben qué hacer con ese dolor en el cuerpo, porque no saben quitarse ese pesar en el alma, porque no pueden ni quieren aceptar que participaron en este abrir de ojos que los ciega ante la incapacidad de responder al llamado de elevarse por encima de todo lo que piensan y todo lo que sienten, y ser, efectivamente, dos en un solo cuerpo.

¡Qué tragedia!

Porque participar no es culpa, es todo lo contrario. Es asumir que no fue algo que sólo sucedió. Es dejar de señalar al destino y de condenar a las coincidencias que los unieron y que ahora los separa. Es dejar de culpar a Dios y al mundo, y reconocer que efectivamente son libres. Libres para amarse. Libres para ser lo que son. Libres para ser, afectivamente, uno con Dios, que todo lo puede, que todo lo ama y que todo lo perdona.

¡Qué tragedia Dios mío! ¡Qué tragedia!

viernes, 2 de noviembre de 2012

Los cristianos me dan miedo

A veces los cristianos me dan miedo. Y cuando digo cristianos nos incluyo a todos. Católicos y protestantes. Todos.

A veces los cristianos me dan miedo porque ven el diablo en todas partes. En todos lados. Nos dicen, hay que sacar a Dios de la caja en la que lo encerramos y dejarlo hacer. Hay que tenerle fe. Cree en Él por encima de todo. Y luego, se encierran ellos en la palabra escrita y no ven más allá de la letra. Y claro, encierran su fe porque dejan de creer en la humanidad que habitan, en la humanidad que somos todos.

Dicen que saben que son pecadores y en su afán de salvarse condenan a todos los que no son como ellos, no creen como ellos, no viven como ellos, no sienten como ellos, porque en realidad, aunque dicen que son tan pecadores como todos, no lo creen.  Ellos no son los hijos pródigos. Son los hijos buenos. Y en fondo, como Jonás que no quería la salvación del Nínive, no quieren la salvación más que de ellos, que lo merecen, que son buenos y nobles. Que han trabajado toda su vida para ser salvos.

A veces los cristianos son como alguna vez dijo Jesús: “¡Hipócritas!” Y no porque no sean lo que dicen ser. Son buenos, sin duda lo son.
  
Pero… “Cuando ustedes ven que una nube se va levantando por el poniente, enseguida dicen que va a llover, y en efecto, llueve. Cuando el viento sopla del sur, dicen que hará calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Si saben interpretar el aspecto que tienen el cielo y la tierra, ¿por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente? ¿Por qué, pues, no juzgan por ustedes mismos lo que les conviene hacer ahora?” (Lucas, 12, 54-57)

De modo que para muchos cristianos el mundo se hizo en seis días y el séptimo Dios descansó. Así dice la letra, así es… Por lo tanto, la ciencia es cosa del diablo. Poco importa que la Biblia se haya escrito en un “tiempo” en el que el concepto de ciencia no existiera aún, y que Dios, qué sí saber reconocer la “señal de los tiempos” y tiene, sin duda, criterio, haya decidido hablar como mejor se le podía entender dadas las circunstancias. Ah, no… cualquier intento del hombre de ser y mostrar toda la capacidad que Dios le dio por ser objetivo y lograr con ello descifrar los misterios del mundo, vienen, sin duda, del diablo.

De igual manera, para muchos cristianos mexicanos, el pedir dulces en Halloween es cosa del diablo: no tiene que ver con aspectos culturales, no tiene que ver con una de las muchas formas en que el hombre ha intentado enfrentar sus miedos, explorar su obscuridad y al final recibir la “dulce” recompensa que es saber que sus miedos son ilusiones, simples disfraces. No, claro que no. Es cosa del diablo.

Y lo mismo dicen muchos cristianos norteamericanos y de otras partes del mundo sobre nuestros altares de muertos (no de Dios, de “muertos”), nuestras catrinas y nuestros dulces de calaveras, nuestra fiesta de comida y gustos mundanos que ofrecemos a las almas que nos visitan para seguir sintiéndonos vivos con ellos, amados por ellos, acompañados por ellos. Para darles vida una vez más en nuestro afán de recordarlos. Y eso es lo que en realidad hacemos: una fiesta para recordarlos.

Cuando se trata de nosotros, de nuestras tradiciones y nuestros hijos, comprendemos lo cultural, pero si se trata de alguna otra cultura, algo que no vivimos ni queremos ver: es cosa del diablo.  

¡Hipócritas! Todos somos unos hipócritas. Porque Dios no quiere que dejemos de ver nuestra humanidad, nuestra cultura, nuestro saber, nuestra ciencia…  Hay que verla, vivirla, descubrir sus orígenes, sus intenciones, su razón de ser…  Darle el peso que tiene: la cultura es cultura, la ciencia es ciencia y Dios es Dios.

Pero Dios quiere que vayamos más allá, y eso implica que si es cierto para nosotros lo es para todos: se aplica a toda cultura, a toda ciencia y a todo lo que viene de Dios.

Y nada humano es cosa del diablo. El diablo está en el miedo que nace ante lo diferente, lo que no comprendemos ni queremos hacer el esfuerzo de entender porque juzgar es más fácil. Porque es más sencillo leer la letra por la letra, en lugar de esforzarme por darle vida a la Palabra y descubrir su sentido.

Sí. El diablo está detrás de todo lo que fomenta el miedo, porque el miedo nos lleva a ser intolerantes. Y de la intolerancia nace el odio. Y el odio es todo lo que Dios no es.

Porque Dios es amor –así lo afirma la primera carta de Juan en su versículo ocho. Y el amor, en su más mínima expresión, es tolerancia y buena voluntad. ¿No lo sabías? Eso es lo mínimo que puedes hacer por el otro: tenerle tolerancia y no desearle el mal.

El amor, es entonces, buena voluntad y tolerancia. No es paciencia.  Ésa, la paciencia, nos dice el Dalai Lama, se obtiene con los hijos, los que son como nosotros y nos es fácil amar, aunque acaben con nuestros nervios. La tolerancia, nos dice el maestro oriental, nos la enseñan nuestros enemigos. De modo que bien visto, nuestros enemigos, los que no son como nosotros, lo que no creen ni piensan como nosotros, ellos son nuestros más grandes maestros, nuestra oportunidad de ser humanos, nuestra salvación. Hay mucho que agradecer en esta comprensión, en esta toma de conciencia. Hay mucho amor.

Antes de escribir este texto tuve miedo. Vaya, todavía tengo miedo. Porque vivo en un mundo de cristianos y podrían darse cuenta de que soy más humana que cristiana. Que si creo en Cristo es porque fue humano conmigo. Que si le amo es porque no me juzgó, ni me juzga. Que es Cristo quien me toma de la mano y me ayuda a abrir los ojos porque quiere que deje de creer que para ser hija de Dios necesito llenar requisitos, que para ser amada y aceptada tengo que ser de tal o cual manera. Sé que no pertenezco al grupo de los hijos buenos. Soy tan pródiga que incluso ahora estoy tentada a darme la media vuelta e irme al mundo de las sombras, de almas en pena… pero eso sí, en silencio, para que nadie piense mal de ellas y puedan seguir navegando con la bandera blanca de la paz intolerante de las buenas conciencias.

Yo no tengo una buena conciencia. Pero tengo conciencia. Y sé que interpretar la señal de los tiempos, o como diría el doctor judío y tremendamente humano, Viktor Frankl, encontrar el sentido, no es fácil, pero sin conciencia y criterio humano, creo, es imposible.

Así que con todo el miedo de mi alma, tengo que decirlo: ¡Hipócritas!

viernes, 19 de octubre de 2012

Rescátame tú


Pero la mujer se acercó a Jesús y, puesta de rodillas, 
le decía: “Señor, ayúdame”. Jesús le dijo:  
“No se debe echar a los perros el pan de los hijos”. 
Mateo 15, 25s
Rescátame tú…

Regrésame mis ojos para verme
tan digna como tú me haces sentir.
Regrésame mis labios para oírte
pronunciar tu verbo con mi voz.
Regrésame mi alma,
ladrón de ilusiones,
cruel verdad dicha a mil voces;
absurdo intento de tenerte.

Rescátame tú…

Te exijo que me mires de una vez,
y dejes ya de darme tú la espalda…
Acaso no ves que sigo siendo tuya
aun cuando he dejado de vivir en la razón,
aun sin alma,
aun así soy hija de tu mundo,
soy niña de tus ojos,
soy corazón perdido entre las piedras
del juicio sin sentido.

Un juicio que también has generado tú,
Y alimentas con tus contradicciones…
Con tus “te quiero” pero “no cerca”.

Rescátame tú…

Que hay mucho maná sobre la mesa,
Y hay también migajas que a los perros eres capaz de dar.
En cambio a mí,
a mí que me tienes a tu lado
no puedes ni mirarme
sin sentir el repudio que también
has aprendido de quienes,
como tú,
son hombres.

Rescátame…
Que al rescatarme también te salvas tú…
Porque es por mí por quién hoy pisas esta tierra.
No por los que son como tú…
Que ya son salvos…
Que ya son hombres...

Anda, atrévete a ser todo eso que tú eres…
Y rescátame…

¡Rescátame tú!


martes, 9 de octubre de 2012

Tú no has caído del cielo

Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone
Sobre el alero del Templo, y le dice: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo
porque está escrito: A sus ángeles de encomendará y en sus manoste llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna.”Mateo 4, 5s
Al punto: a veces la vida se siente como pura “chingada”. No, por favor no cierres tus ojos ni tapes tus oídos. A las cosas se les dan el nombre que tienen, y el verbo chingar existe, por desgracia.
No hace falta definirlo mucho, ya lo hizo bastante bien Octavio Paz en su Laberinto de la Soledad. Quedémonos con el resumen: “En suma, chingar es hacer violencia sobre otro. Es un verbo masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha. Y provoca una amarga, resentida satisfacción en el que lo ejecuta.”
Y claro, ante una chingadera siempre hay una víctima: la chingada.
Lo chingado (o la chingada, da igual), describe Paz: “es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior”.
En palabras más simples: Nadie quiere ser chingado pues implica el fracaso más grande, el dominio total. Chingar es “herir, rasgar, violar –cuerpos, almas, objetos-, destruir”, nos dice Paz. De modo que si has de chingar o ser chingado, pues se antoja más lo primero que lo segundo. ¿No?
Claro que eso nunca se dice. No abiertamente, al menos. Pero esa vocecita interna que todos llevamos dentro –y que tiene como fin preservar, no nuestra (femenina) humanidad, sino nuestro preciado (y masculino) ego –ésa sí que lo dice.
Y a veces le creemos, y pensamos, “yo puedo con esto y más”. No pedimos ayuda ni guía ni nada. ¿Para qué? ¡Somos unos chingones! ¡Ja, faltaba más! Y todo va muy bien hasta que caemos –porque todo lo que sube tiene que bajar. Entonces sí que sentimos todo el rigor de las alturas que hemos visitado. Y la vida, que antes era divina y se antojaba plena, deja de ser bendición.
Y hay también aquellos que parecen haber nacido para ser chingados una y otra vez. Los eternos “buena gente” a quienes la vida parece lanzarles una chingadera tras otra. ¿Pues no que muy hijos de Dios? ¿Pues no que Dios te cuidará siempre y te dará lo que mereces? Y tú, que eres bueno, ¿por qué mereces entonces tanto sufrir? La víctima, aparentemente pasiva, aprovechará entonces toda pequeña ocasión para ejercer el pequeño poder que tenga en cuanto ámbito pueda. Y será bueno, sí, para “chingar quedito”. Porque no te engañes: no existen las víctimas cien por ciento pasivas. Toda víctima aprende también a ser victimario. Y así, todos participamos en este juego de chingar o ser chingados. Así vivimos, y así definimos nuestras relaciones.
Sí, a veces la vida se siente como pura “chingada”.
La vida, que es en realidad un Templo hecho para vivirse sin miedo, para caminar por ella con confianza y alegría, con disposición a dar el siguiente paso. Un paso más cerca a la libertad de espíritu, un paso más cerca a la comprensión de que somos Hijos de Dios, que es decir valiosos, significativos, humanos, abiertos, dispuestos a entregarnos y a arriesgar el alma sin perder el piso.
Pero demasiadas veces esa vocecita interna nos coloca por encima de todo lo que somos, nos eleva, nos lleva al alero del templo, a la situación extrema de creer que dar el siguiente paso nos hará ser unos chingones, y confundimos nuestra valía humana (verdadera fortaleza inquebrantable de Hijo de Dios), con la grandeza de ser más que otros, más que todos, más que las circunstancias, más que la vida misma.
Cuando Jesús escuchó esa vocecita interna, no cayó en la tentación de creerse ni más ni menos que eso que él era en ese momento: el Señor que tiene dominio sobre sus voces internas, sobre sus ideas, sobre lo que se dice a sí mismo; el humano que saber discernir entre lo que le hace bien a su alma y lo que le hace mal a su ser.
Y lo único que hizo, y que haríamos bien en hacer todos, es dominar su pensar y decirle: “no tentarás al Señor tu Dios”. En otras palabras: “guarda silencio, que aquí quién decide lo que me digo, Soy yo, y Yo Soy mucho más que mi ego”.
No hace falta chingar ni ser chingado. La vida no es un arriesgado alero, no es un extremo, no es una competencia ni un vértigo. Bájate del alero, de tu nube y pisa tierra. Da el siguiente paso. Hazlo con confianza, porque así sea un error o un acierto, no perderás valor ante los ojos de Dios. De modo que no hay nada que probar. No necesitas demostrarle a nadie, ni siquiera demostrarte a ti mismo, que eres un hijo valioso de esta vida. Ya tienes valor. Así de fácil.
La invitación está dada: vive la vida, que por mucho que a veces se sienta como pura chingada, ese sentir no es más que un espejismo. El vacío que está frente a ti se llama futuro. Y llevas en ti las voces correctas (ángeles) que te harán caminar y evitarán que tus tropiezos y fracasos se conviertan en heridas mortales. Tú no has caído del cielo. Eres sólo un hombre que hace su mejor y más grande esfuerzo, y en la medida en que lo creas y lo valores, lograrás más, porque dejarás ya de tener miedo.













domingo, 23 de septiembre de 2012

Hazme volver a Ti

  Señor…
           …hazme volver a Ti.
Hazme desear la vida
que me ofreces.
Dame tu gozo para que pueda yo gozarme en Ti.
Dame tu rostro para que pueda yo verme en Ti.
Permíteme volcarme en tu presencia
y no necesitar nada que no seas Tú.
Sé mi escondite,
que no quiero verme en este mundo.
Sé mi libertad,
que no quiero vivir atada a la mirada
de quien no quiere verme
porque no valgo lo que se espera de mí.
Hazme volver a Ti
y ser feliz como la niña que toma la mano de su Padre,
Que sabe, una vez más, que está a salvo.
Como lo estuve al principio.
Como he de estarlo al final.
No me abandones Tú
ni me dejes ser carne viva para lobos.
No me permitas ser yo mi tumba,
que estoy a punto de entregarme viva
a la tentación de creer
que valgo sólo la medida de mis aciertos
         -que son tan pocos Dios mío, son tan pocos-
y no la grandeza de tu bondad.
Hazme volver a Ti.
Decide Tú mi destino
y no me permitas correr a rogar la atención
que nunca tuve, porque nunca fui lo esperado.
Hazme volver a Ti.
Y dame la coraza que requiero
para impedirle penetrar mi alma,
Para creer que valgo todo lo que soy.
Y creer que más allá de todo juicio,
soy luz y vida y amor.
El mismo amor que me llevó a los ojos
que hoy quiero arrancarme
porque por fin la verdad asomó el rostro
y me dijo: te amo en la medidaen que eres todo lo que requiero que tú seas… y me odié al oírlo,
porque no soy lo que se requiere que yo sea.
Y me odié al verlo.
Y me odié al sentirlo.
Y me odié al saberlo.
Al saber que me odio con la misma fuerza
con que te amo a Ti.
Así que Dios mío,
hazme volver a Ti,
que el odio que hoy conozco me hace libre,
pues es verdad que al surgir
me hace consciente de lo lejos que estoy de tu presencia
… y a su vez… me lleva a buscarte…
porque te coloca como único bien frente a mi vida.
Como mi única y última esperanza.
Hazme volver a Ti
y transforma esta verdad en la debilidad
que pueda ser mi fuerza,
en la sabiduría que pueda ser mi guía,
en la paciencia que pueda ser mi arma,
y en la fe que llegue a ser mis alas.
Señor…
           … te lo ruego
                        …hazme volver a Ti.