sábado, 27 de agosto de 2011

No dejes de existir


Lo veo llevarse las manos a la garganta y sin tocarla, simular que se asfixia. ¡No puedo dejar de decirlo!, expresa con fuerza. Lo veo y yo termino en mi mente la frase: Si lo hago, dejo de existir
¡Qué sensación tan extraña verte en otro! Reconocerte en las palabras de alguien más, en sus expresiones, en su mirada. Quiero decirle que nunca guarde silencio, que siempre diga lo que siente, lo que piensa, que sea valiente, que se arriesgue. Pero no lo hago. Hago exactamente lo contrario. Y me odio por eso. Le digo que sea cuidadoso, que sea prudente, que sea discreto, que guarde silencio.
No puedo dejar de decirlo… si lo hago dejo de existir.  Es cierto que las palabras sólo son parcialmente suyas, y esa es mi alegría. Mi niño no ha dejado de existir porque aún no a dejar de decir lo que piensa y siente. Sigue vivo, sigue lleno de esperanza, de deseos, de convicción. Sabe que ha de encontrar el modo, el camino. Está en su búsqueda y participa en ella, no sólo se deja llevar. Se involucra, se siente. La acción, para él, es primordial. 
Y aunque estoy orgullosa de él, de su entusiasmo y de la vida que quiere vivir, no logro animarlo a que diga todo lo que siente, a que abra su corazón de lleno. Quiero decírselo, pero no puedo. Mis años me han enseñado que el corazón no se abre por completo. Se entrega, sí, pero no se abre por completo. Y aunque, en lo más profundo de mi ser, quiero creer que me equivoco. No quiero animarlo a que por abrir su corazón de lleno, termine lastimado y lastime a su vez a otros.  
Y quiero tener tanta confianza en este niño en el que me veo, que llega el momento en que mejor me callo. Porque pudiera ser que él logre lo que yo no supe siquiera intentar. Pudiera ser que él llegue a la apertura de un corazón que ama a partir de la acción, y no sólo a partir de palabras. 
Entonces guardo silencio. Me llevo las manos a la garganta y la sofoco. ¿Quién soy yo para decirle lo que puede y no puede lograr? 
Después de una semana de querer contenerme, de sentir cómo la existencia empieza a perder sentido porque yo he decidido que mi deber es amar desde el silencio y apoyar en la distancia, por fin la vida que llevo dentro reclama su existir, y hablo, al final siempre hablo:   
No dejes de existir, mi niño. No ahogues tu expresión ni por hablar permitas que te callen. Y sin embargo, si me dejas decirlo yo también –para ganar un poco de existencia en esta vida tuya– recuerda que el Verbo es Palabra, lo que significa que nuestras palabras nos definen porque nos comprometen a ser congruentes con ellas. A llevar a la acción lo que decimos ser. Incluso si aquello que decimos no es más que aspiración. Para ser lo que deseamos ser, necesitamos serlo. 
Ya sé, ya sé. Mi hablar es rebuscado. No encuentro la manera de decirte que habrá momentos en que tu corazón te engañe y que parezca bueno lo que te pide y busca y desea, pero tendrás que ir más lejos para escuchar a Dios. Y eso significa que a veces tendrás que ahogar palabras y detener acciones. Que amar no siempre es decir ni hacer. Amar es sobro todo, ser, y para ser no hace falta nada que estar en sintonía con Quien es Nuestro Ser. El tuyo, el mío, el de todos nosotros: Nuestro Ser. 
Te quiero y quiero ver tus sueños realizados. Tus sueños, que son míos también, pero son más tuyos, eso lo tengo claro. Así que escúchame pero no le hagas mucho caso a esta vieja, y busca TU camino. Porque finalmente tampoco puedo indicarte cómo se dice todo lo que se lleva dentro. Hoy mismo, como todos los días, asfixio las palabras que no debo decir, y dejo de existir un poco, me acerco a mi muerte. Los años que ya tengo, me lo hacen evidente. Pero al amar y hacerlo también desde el silencio, gano una vida rica en sentires humanos de los que soy consciente, y aunque estoy más vieja soy también más feliz, porque no vivo tan sólo para mí.  
Y quizá la vida sea eso: un fluir de palabras que se dicen, se viven, se guardan y se asfixian. Un fluir de palabras que nos llenan y nos dejan vacíos, que nos impulsan y frenan, que nos llenan de vida y nos hacen sentir que vamos a morir.  
Lo que es cierto es que somos palabra porque a partir de ella le damos sentido a nuestra vida y dirección a nuestro ser. Busca entonces que las palabras que salgan de tu boca no contaminen tu alma ni te lleven a olvidar Nuestro Ser. El tuyo, el mío, el de todos nosotros. Porque para amar no basta querer lo que deseamos, hará falta también renunciar a tiempo a lo que puede lastimar Nuestro Ser. El tuyo, el mío, el de todos nosotros. 
En fin, no sé si he logrado decirlo. El resto, lo que no puedo explicar aunque quiera, lo dejo para que tú lo descubras en la Palabra Viva. Y ahí, en la Palabra Viva estás en buenas manos. Lo sé porque yo pido a diario que te cuiden, te guíen, te ayuden y protejan. Y sé perfectamente que lo harán. 

miércoles, 10 de agosto de 2011

Quiero un cigarro

No es que no crea en Dios. No creo en el hombre. Sé que Dios está en el hombre, lo sé. Pero también sé que hacemos malabares para ignorarlo y nos lavamos las manos con demasiada facilidad. Si el otro sufre, que sufra solo. Yo a duras penas puedo con lo mío. ¿Qué puedo hacer? Nada. Nos contamos nuestro cuento y nos lo creemos. Hablo en plural porque es un mal de todos. Estamos solos y nos dejamos solos. 

No es que no crea en Dios, me cuesta trabajo creer en el hombre. Creer, incluso, en mí. Oh sí, incluso en mí. Yo también me he dejado sola demasiadas veces. 

Sola.  

Por eso hoy se me ha antojado como hace rato no se me antoja, un cigarro. Durante años el cigarro fue un gran amigo. El mejor. En las buenas y en las malas, ahí estaba. Me acompañaba al trabajo, al descanso, a la reflexión. Estaba ahí, sin juicios ni exigencias. Sin importar lo que hiciera bien o mal, me acompañó, y aunque sea una locura, lo extraño.

Lo extraño como se extraña tener confianza en que todo va a estar bien. No sé si era la sensación de inhalar y exhalar. A veces, lo simulo: inhalo y exhalo como si tuviera el cigarro en la mano. Tengo que hacerlo así: imaginarme el cigarro en la mano. Porque, ahora que lo pienso bien, no era sólo inhalar y exhalar, era saber que ahí  estaba. Verlo, sentirlo, olerlo, probarlo. Estaba ahí. Era una presencia palpable, real, concreta. 

A veces me arrepiento de haberlo dejado. Sé que su ayuda no era más que apariencia, que todo lo podía, bueno, que yo sentía que todo lo podía, no porque me brindara fuerza ni valor, sino porque en cada inhalación me tragaba todo, lo sumergía todo en mi interior. Me ahogaba y lo ahogaba todo. 

Hoy se me ha antojado volver a creer en el cigarro. Volver a saber que alguien me acompaña, sin juicios ni palabras. Que me deja llorar o enojarme o reír o cantar mil veces la misma canción o bailar sin zapatos o reírme de nada. Y que en todo ese “ser yo”, también hay otro: mi querido amigo, el cigarro. 

Pero no lo hice. En vez de tomar las llaves del auto y salirme a buscar un cigarro, hoy levanté la mirada y pedí perdón. En mi desesperación, lo sé muy bien, he dejado de ver a quienes me rodean.  No he sabido ser el aire que otros puedan inhalar. Tantos años con el cigarro en la boca me han convertido en humo. 

Y no pude hacer nada más que pedir perdón. No hubo fuerza para correcciones ni capacidad para cambiar las cosas. Hoy me conformé con respirar, y di gracias, porque aún tengo pulmones. 

Hoy también logré abrir ligeramente la cajita en la que guardo el resentimiento y lo confesé a quien lo generó. Hoy abracé a una amiga, y llené de besos un rostro. Y no sé si podré convertirme en aire algún día. Ni sé si siempre podré darle completamente la espalda al cigarro. Pero hoy decidí sentir mi miedo. Quizá mañana no importe sentirlo y pueda hacer algo, ahora sí real y concreto. Pero por ahora, el humo todavía me invade, y tengo miedo.

sábado, 30 de julio de 2011

Revés al fuero militar: ingenuidad latente

Creer que los derechos humanos en nuestro país se han atribuido un gran triunfo con la decisión de dar revés al fuero militar, es ser ingenuo. Es vivir en un mundo en el que efectivamente la vida humana tiene el primer valor, y no los intereses económicos que mueven gran parte de nuestro sistema político, social y judicial.
Ganar habría sido tener más apertura en el conocimiento de ese fuero, que se buscara saber cómo funciona, que fuera posible seguir los procesos y ver sus resultados. El conocimiento siempre nos acerca más a la verdad y a cambiar lo que realmente haga falta mejorar.
Pero pretender juzgar a un soldado como se juzga a un civil, es una barbaridad. En principio, porque un soldado no es un civil, y también, porque la función del soldado es otra, y responde a una realidad que, gracias a que existe el Ejército, no tenemos que confrontar ni combatir nosotros los civiles.
¿Qué distingue al soldado? Son muchas cosas, pero aquí quiero hacer énfasis sobre todo en una: su moral. Y hablar de la moral militar es tocar un tema completamente ajeno a la vida civil. Porque la moral militar no es solo asunto de bien o mal, de blanco o negro. Implica toda una filosofía, se fomenta y se fortalece con la disciplina, y siempre busca un bien mayor que la propia ganancia. En la moral militar se tocan y viven valores como la lealtad, la entrega, el sacrificio. Valores que lamentablemente en la vida civil han perdido sentido y significado, y su ausencia es en buena medida la razón por la cual en nuestro país la regla es chingar o chingarse.
Yo soy hija del Ejército Mexicano. Quiero decir, mis pa dres son militares, y aunque yo no seguí el camino que ellos siguieron, aprendí lo que es la dignidad, el amor a mi patria, el amor al servicio, la entrega a mi profesión e incluso el amor a Dios, en las filas del Ejercito, en las ausencia de mis padres, en los sacrificios que como familia tuvimos que hacer miles de veces, en las palabras de mis progenitores que siempre me exigieron lo mejor, y en la comprensión de mis hermanos que muchas veces fueron los únicos que entendieron el miedo de saber que quizá papá no regrese.
Yo soy hija del Ejército Mexicano. Y no por serlo cierro los ojos. Sé que los soldados no soy perfectos. Que como toda organización humana tienen sus lados negativos, y que en sus filas también hay quienes no abrazan la mística, la filosofía y el amor al uniforme y al servicio. Sé que tener un arma en las manos confiere un poder que no todos están preparados para asumir. Pero también sé que en el Ejército de mi país la moral SE BUSCA.
Aquí trataré de definir esa moral militar de la que hablo, pero sé que no será fácil porque es un término que más que entenderlo se vive, se experimenta. Advierto que lo haré en primera persona, porque no puedo hacerlo de otro modo, porque así lo aprendí:
La moral militar involucra dar un sentido último a mis acciones, que vaya más allá de mí mismo, que toque a mis compañeros, que respete las órdenes de mis jefes, y que se encamine a la conservación de la vida y al amor a los principios de libertad. Porque la moral militar me limita para que tu libertad se conserve. La moral militar me convierte en un hermano de aquel que lucha conmigo y de aquel por el que lucho. La moral militar es un estado mental y anímico que me permite enfrentar incomodidades, carencias, ausencias, excesos físicos, soledades infinitas y el miedo a morir, para que tú vivas.
Por eso, porque lo viví, porque mis padres me lo explicaron miles de veces cuando me hablaban de la importancia de “estar con la tropa”, de “dar lo que se pide”, de lo que implica “guiar con el ejemplo”, por eso sé que para un soldado la moral es un elemento primordial, que la hermandad entre soldados es más que un discurso, y que el liderazgo lo asumen todos al estar dispuestos a seguirse y apoyarse y vivirse en la entrega y el sacrificio de luchar por mí y por ti y por México.
El Ejército Mexicano hasta el día de hoy, y a pesar de no ser perfecto, ha demostrado una lealtad y entrega a su país como ninguna otra institución mexicana, precisamente porque tiene una moral que cuida y fomenta. ¡Y en México tenemos un gran Ejército! Quien no lo crea, que vea lo que son otros ejércitos en Latinoamérica, que vea los excesos a los que en otros lados ha llegado, precisamente porque el ejército ha asumido posiciones políticas que no responden a la moral militar. 
Insisto, me tranquiliza saber que dentro del Ejército de mi patria, la moral se cuida. Pero me angustia saber que los civiles nos empeñamos en ignorarla, nos negamos en tratar de comprenderla, y buscamos acabar con ella.
Y ahora, con este revés al fuero militar, le hemos dado un golpe que podría ser fatal a esa moral que tanto falta hace para que un Ejército que se digne de serlo, funcione como debe y cumpla con su deber. Es, en suma, igual a mandar al Ejército a dar la cara por nosotros, y darle la puñalada en la espalda mientras lo hace.
Porque hace falta abrir los ojos y reconocer que muy a pesar de que los derechos humanos en nuestro país son muy necesarios, en una gran mayoría de casos, no protegen a la víctima, sino al victimario. Y es que implican lidiar con juzgados y abogados, es decir, contar con recursos. El soldado, lo último que tiene es dinero.
En cambio, lo que hemos hecho al someter a un soldado al escrutinio inmoral de los juzgados civiles, es fomentar lo primero que la moral militar busca combatir: el miedo. Ahora el soldado lo sabe completamente: está SOLO, no hay un ejército que responda por él ni una ley que lo respalde CON Y A PARTIR DE LA MORAL QUE SIGUE.
Este revés al fuero militar contribuirá a que todo lo que la moral militar fomenta, “ya no valga la pena.” Nos hemos condenado así a quedar a merced de un crimen organizado –ese sí sin moral, sin principios, sin honor, sin mística ni valores– que además de contar con los recursos económicos que necesita, sabe manejarse muy bien en la corrupción que alimenta.
No seamos ingenuos. Este no es un triunfo para los derechos humanos. Es un triunfo para quienes se escudan en el “derecho a ser humano”, pero ignoran la obligación que el SER conlleva. Obligación que debería exaltar la vida y la dignidad, los dos elementos que, efectivamente, se necesitan para lograr la paz. 















viernes, 22 de julio de 2011

Amor, te digo

Hay imágenes que se te cuelgan del alma como cadenas de condena. Yo caí en cuenta de que he arrastrado una que se convirtió, incluso, en el punto focal de mi comedor. Se trata de un cuadro de Bartolomé Esteban Murillo: Dos mujeres en la ventana

La primera vez que vi el cuadro fue en una exposición que The National Gallery of Art, de Washington, D.C., hizo en el Museo de Antropología de la Ciudad de México, hace ya no me acuerdo cuántos años. 

Vi el cuadro y me enamoré de él. Yo soy esas dos mujeres, me dije. Y ese mismo día compré un poster de la exposición y lo convertí en el cuadro que ahora cuelga a la cabecera de mi mesa. 

Es increíble cómo puede una imagen definirnos, y como somos capaces de ceder nuestra libertad a una idea. 

Y no digo que en su momento definirme como un ser dual no haya sido cierto, ni haya sido útil, ni haya sido bello. Una parte de mi siempre ha sido como esa casi niña que contempla la vida con abierta sinceridad, alegría y curiosidad. La otra, las más madura, se asoma a la vida con timidez, pero con una profunda sabiduría que por miedo no ha sabido expresar. Hay una hermosa complicidad entre ellas. Se quieren, se cuidan, se ayudan, y traviesas se asoman a la ventana para vivir desde ella. Son felices contemplando el mundo desde ahí. Mas la realidad es que son prisioneras la una de la otra.

Caí en cuenta de que he estado encapsulada en este mundo de dos dimensiones cuando una amiga, terapeuta ella, me dijo: quieres tocar a Dios, pero quieres brincarte al demonio; traes coraje acumulado en el vientre, y mientras no lo saques, no podrás llegar a Dios; es como si estuvieras partida en dos, como si tuvieras doble personalidad. 

Aquello de la doble personalidad no me es nuevo. No por nada compré el cuadro. Y aquello del coraje acumulado… pues, no digo que no sea cierto, pero… en realidad, creo que al demonio de mis corajes ya le conozco la cara. Yo ya cumplí mis 40 días de desierto, soledad, hambre y penitencia. Yo ya ayuné, ya lloré, ya sufrí. Y nada más pensar en volver a “trabajar” mi coraje, me da una flojera infinita. No, el camino del coraje ya no es camino para mí. 

Le pregunté entonces a mi entraña, que es donde me dicen tengo todo ese coraje acumulado. Y dulce, como es realmente, me regaló otra imagen: La joven del arete de perla.  

El cuadro lo pintó el holandés Johannes Vermeer, e inspiró una novela y una película. Y ahora me ha inspirado a mí. No recuerdo toda la trama de la película. Me queda sólo la sensación estética de su impecable fotografía y el erotismo que el amor a la vida y al color conlleva, aunada a una intuitiva comprensión del arte que esta muchacha sencilla y sin educación, tenía. Sabiduría que la hacía hermosa, sin que ella estuviera del todo consciente de su belleza. No del todo, porque una parte de ella sí lo sabía: la que se encuentra detrás de esos ojos abiertos. Ojos, que a su vez, están fijos en el pintor que la retrata, y que a su manera, la comprende, porque, a su manera, la ama. El pintor, en definitiva, es el Amor que la transforma.  

Bien, le dije a mi entraña, y ahora qué hago para pasar de la primera imagen a la segunda. Y me respondió con una canción. Una canción que he tenido que escuchar una y otra vez para darle sentido: Te digo amor, de Miguel Bosé.  Y en lugar de intentar explicarte lo que la canción me ha dicho, te la dejo aquí para que escuches lo que sea que pueda decirte a ti. 




Yo, después de varios días, lo comprendo mejor: no es el camino del coraje el que me va a llevar a Dios. Es el camino del amor y la aceptación. 

Y no es que no de coraje, pero, así es la vida. ¿Y quién puede cambiar lo que la vida es? Nadie. ¿Quién puede vivir la vida en paz, con paz? Quién acepta la vida como es, y a pesar de ser lo que es, ama y se deja transformar por el Amor. 

Así que algo me dice que no es coraje lo que hay en esta entraña mía. Lo que hay es amor, mucho, mucho, mucho amor. Amor que no ha sabido encontrar su expresión. Amor que tiene el poder de transformar y transformarse.  

¿Y porque te digo todo esto? Porque te amo. Y al decirlo, estoy dando un primer paso en dirección a esa aceptación y esa transformación que busco. Y al decirlo, también me he tomado de la mano de Dios, cuya voluntad es más grande que la mía, y cuyo amor me ha sabido guiar a Su presencia y sabrá también alejarme de mi dolor. 

Y finalmente, te lo digo porque quizá tu también estás girando en el ciclo eterno del coraje, y necesitas que alguien te diga: detente… hay otro camino, el camino del Amor.

jueves, 30 de junio de 2011

Capricho

Si me diera por explicar mi capricho
tendría que ahogarme en palabras,
y aún así saldría a flote sin haber dicho nada.
Porque el final es el mismo que mi principio.
La idea fija de que la vida vale porque en ella te encuentro.
La idea constante de que si no te encontrara, seguiría la búsqueda.
La idea absoluta de que eres… y soy, y con eso basta.
Me basta a mí.
Le basta a la vida que no pide razones,
porque aun teniéndolas no podría explicarse.
Como no puedo yo.
Como he renunciado a intentarlo.
Como he dicho a Dios para saludarte desde el exilio de tus ojos.
Y sin embargo, sigo ahí,
con la mirada petrificada en la obsesión de quererte.
Porque al final estás siempre presente,
y estoy siempre contigo.
Aunque no lo quieras.
Aunque pidas razones que me es imposible darte,
pero que son reales,
como la Verdad que te empeñas en dibujar con las manos
en el intento de salvar la distancia entre la palabra y la idea.
Aunque pidas razones, te lo aseguro, no existen.
De modo que guarda silencio,
y en el silencio permite que se geste la vida y se haga el milagro.
El milagro de amar sin querer, sin desear.
Sin pretender despojarte de la existencia
tal como la vives, tal como la vivo.
Porque en este vivir estamos juntos.
Tú por tu lado, yo por el mío,
pero juntos.
¿Lo ves? Ha sido imposible escapar del Amor.
Por más que nos hemos refugiado en la espera de un mañana que no existe.
Así, incompletos, inconclusos y fracturados, el Amor nos ha hallado.



viernes, 24 de junio de 2011

Escoge tus batallas VII

learning-to-fly-1La verdad la alcanzó ese día. Caminaban juntos en un prado de pastos altos. El viento era constante, suave y constante. El atardecer estaba próximo. Caminaban en silencio, hasta que las palabras de Jesús interrumpieron su paz: ¿sabes que no podemos caminar y caminar en círculos, verdad? ¿Sabes que por hermoso que sea este estar juntos, tenemos que dar el siguiente paso?
Ella se detuvo en seco. Sí, lo sabía. Había llegado el momento de enfrentar la verdad. Dijiste que no hablaríamos de ello. Dijiste que tu podías borrarlo todo. Lo expresó a manera de reclamo, de súplica, de negación.
Y fue su negación la que en un instante la sacó de su trance. Dejó de oler la tierra húmeda de su paisaje inventado. Y frente a sí, la pantalla de la computadora llenó sus ojos de un vacío inmenso que no sabía cómo habría de llenar.
Se levantó. Recorrió los tres pasos que le tomaba llegar a la cocina. Abrió un cajón, y sacó los cigarros y el encendedor, y ahí mismo se dispuso a encender lo que se habría propuesto sería su primer cigarro de la noche. Pero al momento de inhalar para darle vida a su viejo amigo, el encendedor se apagó con una brisa suave que llegó del extremo opuesto del comedor. Era el ventilador. Había olvidado que estaba encendido.
Y entonces sucedió. Su mente, muy suave, apenas perceptible, le recordó lo que tenía que hacer: respira. Deja el cigarro a un lado, ve a la mesa y respira. Esta vez, obedeció. Se sentó y escribió:
Surgió en mí. Yo quería tener éxito. Lograr aquello que deseaba. No recuerdo qué era lo que deseaba, sólo recuerdo que estaba convencida de que lo deseaba. Él me dijo que necesitaba sacar mi coraje. Enójate si es preciso. Visualiza las miles de veces que el triunfo se te ha arrebatado de las manos, y enójate. Lo hice. Le hice caso. Pero el enojo no me ayudaba. Al contrario, pesaba y aplastaba mi cuerpo hacia el suelo. Enójate, enójate más, me gritaba. Enójate y levántate, me decía. Y por fin, lo logré, me enojé tanto que sentí como el peso de mi coraje tomó posesión de todo mi cuerpo, pero en vez de empujarme hacía el frente, hacía aquello que deseaba, me obligó a dar la vuelta y verlo a él a los ojos, y decirle que lo odiaba, que odiaba la manera en que me obligaba a ser lo que no era, a sentir lo que no quería, que odiaba su empujarme a triunfos que no eran míos, a obligaciones que no me correspondían. Le grité que era un inepto que me utilizaba para su propia gloria. Le dije la verdad, lo qué nadie le había dicho. Y él tomó la daga, y con el mismo odio que yo sentí hacía él, la enterró en mi cuerpo y me dejó expuesta. Mis ojos, entonces, se abrieron, y vi que él no era él…  era yo. Yo misma me empujaba a lograr lo que no deseaba lograr. A ser, lo que no deseaba ser. Era yo quien me odiaba. Era yo quien ejercía presión, quien estaba convencida de que necesitaba luchar y matarme si era preciso, por aquello que creía era la gloria, el amor, la salvación. Pero todo era mentira. Había vivido en una mentira. La mía, la que me enseñaron que era mía. La que me convencieron que era mía. Y yo lo creí. Cerré mis ojos y mis oídos a la voz de Dios, y lo creí. Y entonces nadie tenía que empujarme hacia el suelo. Yo misma me aplastaba y colocaba la bota sobre mi cuello. Yo misma me decía que no tenía valor, que era una cobarde. Yo misma le daba vida a la tragedia de mi existencia. Yo era él. Y si él estaba en mi vida, fue porque así lo elegí, lo busqué. Me coloqué en sus manos porque él era el hombre que podía darle sentido a la existencia que mi odio había creado para mí.
Suspiró. La brisa del ventilador, que giraba de un lado al otro en la habitación, una vez más acarició su rostro. Ahora toma distancia, escuchó en su mente. Recuerda, tomar distancia no es dejar de sentir. Es sentir sin juzgar. Es sentir e invocar el valor divino que hay en ti. Es ponerte en las manos de Dios. Es perdón.
Las lágrimas, una a una mojaron su rostro. Pero no lloró sin consuelo. Perdón, escribió. Perdóname por haberte culpado, le escribió a aquel hombre. Tú también estás ciego y no debo juzgarte. Tú también llegarás a verte en mí, y abrirás tus ojos, y verás lo que has hecho con tu alma. Tú también vas a verte perdido en tu soledad y tendrás miedo de cruzar el laberinto que te llevará a la verdad. Pero le pido a Dios que te ayude, como me ha ayudado a mí. Se lo pido por la humanidad que compartimos. Se lo pido por el error en que juntos caímos y por el que no supimos responder, porque yo te culpaba a ti, y tú a mí. Y en la culpa, olvidamos amarnos.
La brisa del ventilador volvió a acariciarla. Me perdono. Y le pido a mi alma que vuelva de su exilio. A Tú Espíritu, Dios, que la traiga de vuelta. Que una vez más alimente mi cuerpo. Yo te pido, Dios mío, que me muestres quién soy. Que me hagas un hombre completo. Que regrese mi alma, mi costilla perdida a su sitio en mi pecho. 
La Verdad la alcanzó ese día. Y en un instante comprendió la diferencia entre la realidad y la Verdad de la palabra.
Fue el instante en que se vio sentada en la mesa del comedor de su casa, frente a la computadora, escuchó la música que el vecino se empeña en poner a todo volumen, y vio el desastre de casa que tenía y del que tendría que empezar a encargarse si quería caminar al ritmo de sus obligaciones. Fue el instante en que dejó de sentirse abrumada. Comprendió, justo entonces, que todo se haría a “Su” tiempo, y que hay un tiempo para todo.
Sintió, una vez más, la brisa del ventilador acariciarle el rostro. Suspiró. Y en el oxígeno que invadió sus pulmones pudo sentir el abrazo de Dios, la certeza del Hijo, y la alegría del Espíritu. Y su alma y ella se fundieron en ese abrazo, bajo el abrigo del Amor y el consuelo del Perdón. Y supo, lo supo completamente entonces, que Dios era bueno. Infinitamente bueno. Y creyó, como nunca antes lo había hecho. 

sábado, 18 de junio de 2011

Escoge tus batallas VI

beach-waterLlegaron a una playa. El oleaje parecía besar la arena con infinita paciencia y dedicada devoción. Pero ella no puso atención a semejante detalle. Ella corrió a quitarse los tenis. Estaba emocionada, como hace años no lo había estado. Dobló sus pantalones hasta las rodillas y empezó a sacudir sus piernas, a hacer estiramientos, pequeños saltos en su lugar.

¿Qué haces?, preguntó Jesús divertido.

Bueno, no sé… me preparo, contestó ella un poco avergonzada de haber sido sorprendida en su entusiasmo, pero no tanto como para dejar de hacer lo único que se le ocurrió hacer para estar lista.

Bueno, entonces prepárate bien, le recomendó Jesús con toda seriedad, y le aventó un short y una playera. Ella, también con toda seriedad tomó su nuevo atuendo y se lo puso lo más rápido que pudo.

Ya lista, se colocó de frente al mar. Las olas besaban sus pies con la misma paciencia y devoción con que acariciaban la arena. Una vez más, ella no puso atención a este detalle. Tomaba aire. Su rostro y su cuerpo eran toda intención, todo deseo. Sus ojos veían al mar como ve el montañista la montaña.

Jesús la veía con total aprobación. Por fin le preguntó si ya estaba lista y ella asintió. Tienes que confiar en Mí. Ella asintió otra vez. Cierra los ojos. Ella los cerró. Jesús entonces la tomó por los hombros y le dio unas ocho o diez vueltas, y después la soltó. Camina, le ordenó muy suavemente al oído. Y ella empezó a caminar. Se tambaleaba un poco al principio, pero caminó, y caminó, y caminó, y siguió caminando. El agua a ratos le llegaba a las rodillas, y a ratos sólo mojaba las plantas de sus pies. Sabía que nada extraordinario ocurría, pero siguió caminando con los ojos cerrados hasta que por fin se sintió completamente ridícula y los abrió, buscó a Jesús con la mirada, y en cuanto posó sus ojos sobre los de Él, los dos dejaron escapar una carcajada. Te estás burlando de mí, ¿verdad?

¿Yo?, preguntó Jesús con cara de inocente pero actitud de culpable. Ella empezó a patear la superficie del agua para mojarlo y Él hizo lo mismo. Entre gritos, risas y chapoteos terminaron empapados los dos, sentados a la orilla del mar, dejándose acariciar por las pacientes olas, cuyo vaivén terminó por tranquilizar sus ánimos y regresarles el aire a los pulmones, que con tanto esfuerzo y risa, se habían quedado con casi nada dentro. 

Jadeantes aún, pero recuperados, sentados uno al lado del otro, se voltearon a ver. Se vieron transformados. Por un instante volvieron a ser los niños que alguna vez fueron.

Nunca voy a caminar sobre el agua, ¿verdad? Ella lo dijo con un rastro de resignación, pero sin tristeza.

¡Claro que sí! Ya lo estás haciendo, exclamó Él.

Ella no comprendió.

Déjame ver… ¿cómo te lo explico? … El agua son las emociones. Y en este mundo hay sobre todo nueve emociones que nos bañan: ira, soberbia, vanidad, envidia, avaricia, miedo, gula, lujuria y pereza. Caminar en el agua es lograr mojarte sin caer al agua, sin verte en la necesidad de nadar en ella, de ahogarte en ella, de estar a su merced y ser esclavo de sus antojos. Es imposible que no te mojes. Somos humanos y fuimos arrojados al mundo: vamos a mojarnos. Pero es muy importante asumir que es imposible ganarle al mundo. Es como querer ganarle al mar y caminar sobre sus olas. La única manera en que podemos hacer algo semejante es… asumir nuestra naturaleza humana, y recurrir a nuestro valor divino.

Quiero decir, somos como gotas de lluvia que caen al mar. También somos emociones. De hecho, el 70 por ciento de nuestro cuerpo es agua. De modo que es natural que nuestras emociones dominen. Pero el agua no es una unidad indivisible. Se compone de tres moléculas, ¿lo recuerdas, verdad? H2O. Dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno…  Bien, pues las dos moléculas de hidrógeno son nuestra humanidad. El Oxígeno es nuestro valor divino. Y ahora yo te preguntó, ¿de cuál de estos dos elementos depende nuestro respirar, nuestra vida?

Supongo que del oxígeno.

Jesús sonrió aliviado. Pues yo también quiero suponer lo mismo, porque la verdad es que la química no es mi fuerte y no vaya a ser que respiremos hidrógeno también, y entonces la metáfora no sirva de nada. 

Se rieron los dos. Bueno, hasta donde sé, dependemos del oxígeno. Le dijo ella con ánimo de tranquilizarlo.

Entonces nos estamos entendiendo…   El oxígeno, nuestro valor divino, es… la Alegría. Al decirlo, sonrió satisfecho. Por fin dijo lo que quería decir.

¡¿Te das cuenta?¡ ¡Somos la Alegría de Dios! Y cuando estamos alegres le damos valor a su existencia y a la nuestra.  ¡Vivimos! ¡Vivimos de verdad, de lleno, plenamente!

Así que para caminar en el agua, hace falta vivir en la Alegría de sabernos valiosos para Dios, tan valiosos que confiemos plenamente en que no hay manera de perdernos en este mar al que fuimos arrojados. Tan alegres que sepamos que nuestro transitar en este mundo es sólo eso, un paso en el camino de regreso a los cielos.

Pero claro, para eso también hay que aventurarnos a tocar el agua, es decir, nuestra humanidad. Hay quienes viven refugiados en un barco toda su vida. Creen haberse escapado de perderse en su humanidad. Se creen salvos. Pero… no son más que agua encharcada en el fondo de una barca.

Hay también los otros. Los que se pierden en las corrientes del océano y no llegan a ver la luz que los colocará en su justo valor. Se dejan invadir por su humanidad y no reconocen más que eso. Algunos viven bajo la ilusión de que están en la cima del mundo, sólo porque viajan sobre las olas. Creen ser la fuerza que los arrastra, pero nunca se dan cuenta de que esa fuerza los lleva a las profundidades, a los arrecifes o la indiferencia de la playa. Otros viven en la condena del ahogo, en lo más profundo de sus miserias, creyendo que eso es todo lo que hay y existe. 

Así que no olvides que hay una décima emoción: la Alegría. Y cuando estés en medio de una tormenta, y sientas tu humanidad en su más terrible expresión, y todo parezca decirte que no vales nada. Invoca tu valor divino, y dile a Dios: En tus manos encomiendo mi espíritu. 

Ten fe, y que esa fe sea tu alegría. Vive alegre, y el oxígeno de Dios te colocará por encima de las circunstancias.

Jesús, entonces, sonrió como nunca antes lo había visto ella sonreír. Estaba completamente feliz. Totalmente satisfecho.

No sabes cuántas ganas tenía de decirte todo esto. La alegría de Él la invadió desde sus ojos como un brillo de amor colocado en el rostro de ella. Cuánto tiempo esperé. Cuántas veces traté de decírtelo, pero estabas inmersa en tus emociones. Gracias.

¿Gracias? ¿Pero de qué, yo no he hecho nada…? Yo… yo soy quien debe agradecer.

Gracias por haberte quedado quieta. Gracias por salir del barco y escuchar mi voz. Gracias por haber confiado. Gracias. No sabes lo valiosa que eres y lo hermoso que es poder decir te amo. Así, de frente. De lleno. Gracias, pequeña. Mil gracias. Eres mi razón de ser.

Ella se hundió bajo el brazo de su hermano, como quien se sumerge en una pila de agua fresca. No, no… gracias a Ti.

Y ambos se fundieron en un abrazo.