miércoles, 10 de agosto de 2011
Quiero un cigarro
sábado, 30 de julio de 2011
Revés al fuero militar: ingenuidad latente
Ganar habría sido tener más apertura en el conocimiento de ese fuero, que se buscara saber cómo funciona, que fuera posible seguir los procesos y ver sus resultados. El conocimiento siempre nos acerca más a la verdad y a cambiar lo que realmente haga falta mejorar.
Pero pretender juzgar a un soldado como se juzga a un civil, es una barbaridad. En principio, porque un soldado no es un civil, y también, porque la función del soldado es otra, y responde a una realidad que, gracias a que existe el Ejército, no tenemos que confrontar ni combatir nosotros los civiles.
¿Qué distingue al soldado? Son muchas cosas, pero aquí quiero hacer énfasis sobre todo en una: su moral. Y hablar de la moral militar es tocar un tema completamente ajeno a la vida civil. Porque la moral militar no es solo asunto de bien o mal, de blanco o negro. Implica toda una filosofía, se fomenta y se fortalece con la disciplina, y siempre busca un bien mayor que la propia ganancia. En la moral militar se tocan y viven valores como la lealtad, la entrega, el sacrificio. Valores que lamentablemente en la vida civil han perdido sentido y significado, y su ausencia es en buena medida la razón por la cual en nuestro país la regla es chingar o chingarse.
Yo soy hija del Ejército Mexicano. Quiero decir, mis pa dres son militares, y aunque yo no seguí el camino que ellos siguieron, aprendí lo que es la dignidad, el amor a mi patria, el amor al servicio, la entrega a mi profesión e incluso el amor a Dios, en las filas del Ejercito, en las ausencia de mis padres, en los sacrificios que como familia tuvimos que hacer miles de veces, en las palabras de mis progenitores que siempre me exigieron lo mejor, y en la comprensión de mis hermanos que muchas veces fueron los únicos que entendieron el miedo de saber que quizá papá no regrese.
Yo soy hija del Ejército Mexicano. Y no por serlo cierro los ojos. Sé que los soldados no soy perfectos. Que como toda organización humana tienen sus lados negativos, y que en sus filas también hay quienes no abrazan la mística, la filosofía y el amor al uniforme y al servicio. Sé que tener un arma en las manos confiere un poder que no todos están preparados para asumir. Pero también sé que en el Ejército de mi país la moral SE BUSCA.
Aquí trataré de definir esa moral militar de la que hablo, pero sé que no será fácil porque es un término que más que entenderlo se vive, se experimenta. Advierto que lo haré en primera persona, porque no puedo hacerlo de otro modo, porque así lo aprendí:
La moral militar involucra dar un sentido último a mis acciones, que vaya más allá de mí mismo, que toque a mis compañeros, que respete las órdenes de mis jefes, y que se encamine a la conservación de la vida y al amor a los principios de libertad. Porque la moral militar me limita para que tu libertad se conserve. La moral militar me convierte en un hermano de aquel que lucha conmigo y de aquel por el que lucho. La moral militar es un estado mental y anímico que me permite enfrentar incomodidades, carencias, ausencias, excesos físicos, soledades infinitas y el miedo a morir, para que tú vivas.
Por eso, porque lo viví, porque mis padres me lo explicaron miles de veces cuando me hablaban de la importancia de “estar con la tropa”, de “dar lo que se pide”, de lo que implica “guiar con el ejemplo”, por eso sé que para un soldado la moral es un elemento primordial, que la hermandad entre soldados es más que un discurso, y que el liderazgo lo asumen todos al estar dispuestos a seguirse y apoyarse y vivirse en la entrega y el sacrificio de luchar por mí y por ti y por México.
El Ejército Mexicano hasta el día de hoy, y a pesar de no ser perfecto, ha demostrado una lealtad y entrega a su país como ninguna otra institución mexicana, precisamente porque tiene una moral que cuida y fomenta. ¡Y en México tenemos un gran Ejército! Quien no lo crea, que vea lo que son otros ejércitos en Latinoamérica, que vea los excesos a los que en otros lados ha llegado, precisamente porque el ejército ha asumido posiciones políticas que no responden a la moral militar.
Insisto, me tranquiliza saber que dentro del Ejército de mi patria, la moral se cuida. Pero me angustia saber que los civiles nos empeñamos en ignorarla, nos negamos en tratar de comprenderla, y buscamos acabar con ella.
Y ahora, con este revés al fuero militar, le hemos dado un golpe que podría ser fatal a esa moral que tanto falta hace para que un Ejército que se digne de serlo, funcione como debe y cumpla con su deber. Es, en suma, igual a mandar al Ejército a dar la cara por nosotros, y darle la puñalada en la espalda mientras lo hace.
Porque hace falta abrir los ojos y reconocer que muy a pesar de que los derechos humanos en nuestro país son muy necesarios, en una gran mayoría de casos, no protegen a la víctima, sino al victimario. Y es que implican lidiar con juzgados y abogados, es decir, contar con recursos. El soldado, lo último que tiene es dinero.
En cambio, lo que hemos hecho al someter a un soldado al escrutinio inmoral de los juzgados civiles, es fomentar lo primero que la moral militar busca combatir: el miedo. Ahora el soldado lo sabe completamente: está SOLO, no hay un ejército que responda por él ni una ley que lo respalde CON Y A PARTIR DE LA MORAL QUE SIGUE.
Este revés al fuero militar contribuirá a que todo lo que la moral militar fomenta, “ya no valga la pena.” Nos hemos condenado así a quedar a merced de un crimen organizado –ese sí sin moral, sin principios, sin honor, sin mística ni valores– que además de contar con los recursos económicos que necesita, sabe manejarse muy bien en la corrupción que alimenta.
No seamos ingenuos. Este no es un triunfo para los derechos humanos. Es un triunfo para quienes se escudan en el “derecho a ser humano”, pero ignoran la obligación que el SER conlleva. Obligación que debería exaltar la vida y la dignidad, los dos elementos que, efectivamente, se necesitan para lograr la paz.
viernes, 22 de julio de 2011
Amor, te digo
jueves, 30 de junio de 2011
Capricho
tendría que ahogarme en palabras,
y aún así saldría a flote sin haber dicho nada.
Porque el final es el mismo que mi principio.
La idea fija de que la vida vale porque en ella te encuentro.
La idea constante de que si no te encontrara, seguiría la búsqueda.
La idea absoluta de que eres… y soy, y con eso basta.
Me basta a mí.
Le basta a la vida que no pide razones,
porque aun teniéndolas no podría explicarse.
Como no puedo yo.
Como he renunciado a intentarlo.
Como he dicho a Dios para saludarte desde el exilio de tus ojos.
Y sin embargo, sigo ahí,
con la mirada petrificada en la obsesión de quererte.
Porque al final estás siempre presente,
y estoy siempre contigo.
Aunque no lo quieras.
Aunque pidas razones que me es imposible darte,
pero que son reales,
como la Verdad que te empeñas en dibujar con las manos
en el intento de salvar la distancia entre la palabra y la idea.
Aunque pidas razones, te lo aseguro, no existen.
De modo que guarda silencio,
y en el silencio permite que se geste la vida y se haga el milagro.
El milagro de amar sin querer, sin desear.
Sin pretender despojarte de la existencia
tal como la vives, tal como la vivo.
Porque en este vivir estamos juntos.
Tú por tu lado, yo por el mío,
pero juntos.
¿Lo ves? Ha sido imposible escapar del Amor.
Por más que nos hemos refugiado en la espera de un mañana que no existe.
Así, incompletos, inconclusos y fracturados, el Amor nos ha hallado.
viernes, 24 de junio de 2011
Escoge tus batallas VII

sábado, 18 de junio de 2011
Escoge tus batallas VI
Llegaron a una playa. El oleaje parecía besar la arena con infinita paciencia y dedicada devoción. Pero ella no puso atención a semejante detalle. Ella corrió a quitarse los tenis. Estaba emocionada, como hace años no lo había estado. Dobló sus pantalones hasta las rodillas y empezó a sacudir sus piernas, a hacer estiramientos, pequeños saltos en su lugar.
¿Qué haces?, preguntó Jesús divertido.
Bueno, no sé… me preparo, contestó ella un poco avergonzada de haber sido sorprendida en su entusiasmo, pero no tanto como para dejar de hacer lo único que se le ocurrió hacer para estar lista.
Bueno, entonces prepárate bien, le recomendó Jesús con toda seriedad, y le aventó un short y una playera. Ella, también con toda seriedad tomó su nuevo atuendo y se lo puso lo más rápido que pudo.
Ya lista, se colocó de frente al mar. Las olas besaban sus pies con la misma paciencia y devoción con que acariciaban la arena. Una vez más, ella no puso atención a este detalle. Tomaba aire. Su rostro y su cuerpo eran toda intención, todo deseo. Sus ojos veían al mar como ve el montañista la montaña.
Jesús la veía con total aprobación. Por fin le preguntó si ya estaba lista y ella asintió. Tienes que confiar en Mí. Ella asintió otra vez. Cierra los ojos. Ella los cerró. Jesús entonces la tomó por los hombros y le dio unas ocho o diez vueltas, y después la soltó. Camina, le ordenó muy suavemente al oído. Y ella empezó a caminar. Se tambaleaba un poco al principio, pero caminó, y caminó, y caminó, y siguió caminando. El agua a ratos le llegaba a las rodillas, y a ratos sólo mojaba las plantas de sus pies. Sabía que nada extraordinario ocurría, pero siguió caminando con los ojos cerrados hasta que por fin se sintió completamente ridícula y los abrió, buscó a Jesús con la mirada, y en cuanto posó sus ojos sobre los de Él, los dos dejaron escapar una carcajada. Te estás burlando de mí, ¿verdad?
¿Yo?, preguntó Jesús con cara de inocente pero actitud de culpable. Ella empezó a patear la superficie del agua para mojarlo y Él hizo lo mismo. Entre gritos, risas y chapoteos terminaron empapados los dos, sentados a la orilla del mar, dejándose acariciar por las pacientes olas, cuyo vaivén terminó por tranquilizar sus ánimos y regresarles el aire a los pulmones, que con tanto esfuerzo y risa, se habían quedado con casi nada dentro.
Jadeantes aún, pero recuperados, sentados uno al lado del otro, se voltearon a ver. Se vieron transformados. Por un instante volvieron a ser los niños que alguna vez fueron.
Nunca voy a caminar sobre el agua, ¿verdad? Ella lo dijo con un rastro de resignación, pero sin tristeza.
¡Claro que sí! Ya lo estás haciendo, exclamó Él.
Ella no comprendió.
Déjame ver… ¿cómo te lo explico? … El agua son las emociones. Y en este mundo hay sobre todo nueve emociones que nos bañan: ira, soberbia, vanidad, envidia, avaricia, miedo, gula, lujuria y pereza. Caminar en el agua es lograr mojarte sin caer al agua, sin verte en la necesidad de nadar en ella, de ahogarte en ella, de estar a su merced y ser esclavo de sus antojos. Es imposible que no te mojes. Somos humanos y fuimos arrojados al mundo: vamos a mojarnos. Pero es muy importante asumir que es imposible ganarle al mundo. Es como querer ganarle al mar y caminar sobre sus olas. La única manera en que podemos hacer algo semejante es… asumir nuestra naturaleza humana, y recurrir a nuestro valor divino.
Quiero decir, somos como gotas de lluvia que caen al mar. También somos emociones. De hecho, el 70 por ciento de nuestro cuerpo es agua. De modo que es natural que nuestras emociones dominen. Pero el agua no es una unidad indivisible. Se compone de tres moléculas, ¿lo recuerdas, verdad? H2O. Dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno… Bien, pues las dos moléculas de hidrógeno son nuestra humanidad. El Oxígeno es nuestro valor divino. Y ahora yo te preguntó, ¿de cuál de estos dos elementos depende nuestro respirar, nuestra vida?
Supongo que del oxígeno.
Jesús sonrió aliviado. Pues yo también quiero suponer lo mismo, porque la verdad es que la química no es mi fuerte y no vaya a ser que respiremos hidrógeno también, y entonces la metáfora no sirva de nada.
Se rieron los dos. Bueno, hasta donde sé, dependemos del oxígeno. Le dijo ella con ánimo de tranquilizarlo.
Entonces nos estamos entendiendo… El oxígeno, nuestro valor divino, es… la Alegría. Al decirlo, sonrió satisfecho. Por fin dijo lo que quería decir.
¡¿Te das cuenta?¡ ¡Somos la Alegría de Dios! Y cuando estamos alegres le damos valor a su existencia y a la nuestra. ¡Vivimos! ¡Vivimos de verdad, de lleno, plenamente!
Así que para caminar en el agua, hace falta vivir en la Alegría de sabernos valiosos para Dios, tan valiosos que confiemos plenamente en que no hay manera de perdernos en este mar al que fuimos arrojados. Tan alegres que sepamos que nuestro transitar en este mundo es sólo eso, un paso en el camino de regreso a los cielos.
Pero claro, para eso también hay que aventurarnos a tocar el agua, es decir, nuestra humanidad. Hay quienes viven refugiados en un barco toda su vida. Creen haberse escapado de perderse en su humanidad. Se creen salvos. Pero… no son más que agua encharcada en el fondo de una barca.
Hay también los otros. Los que se pierden en las corrientes del océano y no llegan a ver la luz que los colocará en su justo valor. Se dejan invadir por su humanidad y no reconocen más que eso. Algunos viven bajo la ilusión de que están en la cima del mundo, sólo porque viajan sobre las olas. Creen ser la fuerza que los arrastra, pero nunca se dan cuenta de que esa fuerza los lleva a las profundidades, a los arrecifes o la indiferencia de la playa. Otros viven en la condena del ahogo, en lo más profundo de sus miserias, creyendo que eso es todo lo que hay y existe.
Así que no olvides que hay una décima emoción: la Alegría. Y cuando estés en medio de una tormenta, y sientas tu humanidad en su más terrible expresión, y todo parezca decirte que no vales nada. Invoca tu valor divino, y dile a Dios: En tus manos encomiendo mi espíritu.
Ten fe, y que esa fe sea tu alegría. Vive alegre, y el oxígeno de Dios te colocará por encima de las circunstancias.
Jesús, entonces, sonrió como nunca antes lo había visto ella sonreír. Estaba completamente feliz. Totalmente satisfecho.
No sabes cuántas ganas tenía de decirte todo esto. La alegría de Él la invadió desde sus ojos como un brillo de amor colocado en el rostro de ella. Cuánto tiempo esperé. Cuántas veces traté de decírtelo, pero estabas inmersa en tus emociones. Gracias.
¿Gracias? ¿Pero de qué, yo no he hecho nada…? Yo… yo soy quien debe agradecer.
Gracias por haberte quedado quieta. Gracias por salir del barco y escuchar mi voz. Gracias por haber confiado. Gracias. No sabes lo valiosa que eres y lo hermoso que es poder decir te amo. Así, de frente. De lleno. Gracias, pequeña. Mil gracias. Eres mi razón de ser.
Ella se hundió bajo el brazo de su hermano, como quien se sumerge en una pila de agua fresca. No, no… gracias a Ti.
Y ambos se fundieron en un abrazo.
jueves, 16 de junio de 2011
Escoge tus batallas V
Cuando Jesús llegó, ella ya había preparado una carreta con todo lo indispensable para el viaje. Al verlo, empezó a explicarle lo que había previsto y organizado. Se sentía orgullosa y quería que el mayor de sus hermanos lo estuviera también. Pero Jesús sólo la veía, comprendiendo poco o quizá nada de aquello que ella se empeñaba en decir. La miró con atención y escuchó con paciencia por lo que pareció demasiado tiempo, hasta que por fin terminó de enumerar todo lo hecho. Entonces, guardó silencio, en espera de su aprobación.
Jesús la veía fijamente. Buscaba las palabras correctas. ¿Traes zapatos cómodos?, dijo después de un largo silencio.
Sí, respondió ella.
Bien, continuó, … entonces a caminar.
¿Pero la carreta… mis cosas… la armadura…?
Olvídalos, no los necesitas. Y empezó a dar pasos hacia el horizonte. Ella quedó paralizada frente a la carreta. Estaba tan orgullosa de lo que acababa de hacer. ¿Dejarlo? ¿Cómo voy a dejar aquí mis cosas? ¿Qué voy a hacer si necesito algo? ¿Y cómo voy a luchar sin mi armadura? Sus pensamientos repetían una y otra vez las mismas preguntas. ¿Dejarlo todo aquí…? ¿Todo? Sí todo. Hablaba consigo misma, necesitaba valor y quién se lo diera. El impulso final se lo dio la imagen de Jesús que a lo lejos parecía que en cualquier momento iba a desaparecer. Entonces corrió. Corrió lo más rápido que pudo.
Nunca logró alcanzarlo del todo. Jesús siempre iba dos o tres pasos delante de ella, y ella, jadeando detrás, trataba en vano de ir a su ritmo. Él iba contento, aparentemente indiferente a la dificultad de su compañera.
Por fin se detuvo. Sacó de un morral, que ella no había notado, pan, mantequilla, un termo, y fruta. Ven, vamos a comer.
Partió el pan y lo bendijo. Le dio un trozo. Y mientras comían contemplaron el amanecer.
En algún momeno, ella rompió el silencio. Me encanta el amanecer, dijo. Me recuerda que estoy viva. Gracias.
Jesús sonrió. Pero no dijo nada, sólo le dio un pequeño empujón con el hombro. Ella correspondió con una sonrisa y el mismo gesto. El ritual de complicidad quedó establecido en ese momento. Y el amanecer se convirtió para ella en el lugar de encuentro entre el pasado que se deja y el presente que se vive, con la gratitud como punto de partida, y la certeza de que no está sola.
Cuando por fin el cielo se matizó de azul celeste, Jesús se puso de pie. Vamos, que hoy te voy a enseñar a caminar en el agua.
A ella se le iluminó el rostro. De golpe se puso de pie. Sentía que el cuerpo no le cabía en la piel. ¿En serio? No juegues conmigo Jesús.
¿Jugar Yo? Su sonrisa era total. Imposible saber lo que había detrás de esos ojos. Vamos. Ya lo verás.
Esta vez era Jesús quien iba dos pasos detrás de ella.