“Pero una vez fortalecido en su poder, (Ozías, rey de
Judá) se puso muy orgulloso hasta corromperse; desobedeció a Yavé, su Dios,
entrando en el templo de Yavé para quemar incienso sobre el altar del
incienso.” 2 Cró 26, 16
¿Cuál es el problema? ¿Qué hay de malo en quemar incienso
sobre el altar del incienso y por qué es ese acto una señal de orgullo y
corrupción? Bueno, según el resto del texto los sacerdotes inmediatamente
entraron a detenerlo y le dijeron: “No te corresponde a ti, Ozías, quemar incienso
a Yavé, sino a los sacerdotes, hijos de Aarón, que han sido consagrados para
quemar el incienso. Sal del Santuario, porque estás renegando, lo que no te
merecerá honor ante Yavé tu Dios.” 2 Cro, 26, 18
Entonces Ozías se enfureció, continúa el texto, y en
ese momento le surgió lepra sobre la frente. De modo que esa lepra fue
considerada una señal de que Dios, efectivamente, le ha castigado. La
consecuencia fue, por supuesto, que Ozías vivió el resto de su vida en una casa
aislada. El estigma de su condición y su pecado cayó sobre él y acabó con su
existencia (porque quien piense que vivir es respirar, no sabe lo esencial que es
vivir en compañía de otros).
El lunes 7 de enero del presente año, 2019, la meditación diaria de Richard Rohr explica que Jesús “más que decirnos
exactamente qué ver en las escrituras”, nos “enseña cómo ver, qué enfatizar, y
también qué puede ser enfatizado y qué ignorado.” Asegura que, más allá de una
lectura fundamentalista o literal, Jesús practicaba una forma de interpretación
conocida por el pueblo judío como “Midrash”. Esta forma de leer consiste en
utilizar consistentemente preguntas para mantener los significados abiertos.
Así, más que buscar respuestas totales e inflexibles, la intención debe ser
buscar diferentes niveles de sentido que en última instancia sea relevante y
aplicable a ti, el lector. Y te coloque, por lo tanto, en los zapatos del
sujeto sobre el que lees, para crear empatía, comprensión y relación. (1)
Entonces, nos explica Richard Rohr, “utilizar el texto
de forma espiritual -como Jesús lo hacía- es dejar que te convierta, dejar que
te cambie, dejarlo hacerte crecer al responderte: ¿Qué pide el texto de mí?
¿Cómo puede esto aplicarse a mi vida, a mi familia, a mi iglesia, a mi
vecindario, a mi país?”
De modo que una lectura, digamos, productiva, toma en
cuenta al lector. “¿Quién eres cuando
lees la Biblia? Defensivo, ofensivo, hambriento de poder, recto? ¿O humilde,
receptivo y honesto? Sin duda, “¡es por eso que necesitamos orar antes de leer
un texto sagrado!” Exclama Rohr, y con justa razón, por que el Espíritu si bien
es recto, tiene caminos tan flexibles y adaptables como seres humanos existen.
Rohr también nos asegura que “Jesús consistentemente
ignoraba e incluso negaba textos exclusivistas, castigadores, y triunfalistas
en su propia inspiración de la Biblia Judía, en favor de pasajes que enfatizan
la inclusión, la misericordia, y la honestidad.”
Por todo esto me atrevo hoy a ponerme en los zapatos
de Ozías y contarte lo que veo desde mi particular experiencia de vida como una
persona que vive con un trastorno mental (una de las muchas lepras de hoy).
El texto asegura que Ozías se enfureció y que fue ese
enojo y su osadía de creerse digno de quemar incienso por sí mismo, el que hizo
que le saliera la lepra en la frente. Pero lo que hoy sabemos sobre la lepra es
que no surge de un momento a otro. Si bien es contagiosa, tarda mucho en
contagiarse y requiere de un contacto constante con alguien ya enfermo. Para
cuando Ozías gritó enojado, su lepra ya era visible, pero sin duda estuvo
presente desde tiempo atrás. Y me atrevo a asegurar que intentó mantenerlo
oculto tanto tiempo como le fuera posible, pero el mal salía a flote y la
desesperación se apoderó de él.
Ozías sabía que tenía lepra y sabiendo que no podía
exponerse sin ser, digamos, ajusticiado, se tomó la libertad de creerse digno
ante Yavé y ofrecer él mismo el incienso, de ese modo no exponerse al
escrutinio y el juicio limitado al que sería sin duda sometido.
Lo creo así, porque yo he estado en esa situación. Yo
también he creído que mi trastorno mental es algo que debo ocultar y lo he
intentado innumerables veces. Yo también llegué a creer, y aún lo creo, que aun
luchando con un trastorno mental soy digna y que tengo derecho a pedir por mí
misma lo que sé que necesito, merezco y la forma en que deberían procurar
ayudarme y lo que me deberían permitir permitirme hacer para formar parte de una
comunidad. Yo también he ofrecido mi incienso con estas manos llenas del
temblor de la ansiedad. Y en diferentes momentos ese miedo me ha llevado a
aceptar un trato indigno con tal de que no se me abandone; a correr y renunciar
a todo por no querer ser tratada como un intento de ser humano, y castigarme yo
misma en la soledad; o a enojarme y gritarles que merezco un trato distinto.
Por eso, en llanto, enojo y tristeza, consciente de
que lo que tanto me he propuesto esconder para no ser rechazada ha salido a la
luz, he gritado a todo pulmón: ¡Soy digna! ¡No pueden tratarme así! ¡Dejen de
minimizarme! ¡Valoren mi trabajo con hechos, no palabras! En fin, he tratado de
defender lo que para otros es indefendible, porque me he perdido en el grito de
la desesperación.
Pero como he gritado, el acto es interpretado como un
“renegar” de la obediencia a la que estoy obligada. Dios, su Iglesia, su
comunidad, su familia, su cuerpo, es ahora un ser inflexible al que le debo
obediencia ciega. No estoy en condición de cuestionar el trato que se me da, ni
de pretender sentirme digna de ofrecer mi ser y sacrificio cuando no he podido más
que gritar.
Si estás enfermo, lo que te corresponde hacer es irte,
alejarte, esconderte. ¿Y qué sucede si tu enfermedad se incrementa con la
soledad? No importa. Lo importante es que no perturbes la paz de nuestra
inconsciencia. No eres ni has sido nunca elegido como una persona capaz de
ofrecer un sacrificio digno. No eres merecedor de la oportunidad de estar entre
nosotros y mucho menos de trabajar por Dios. Acepta tu realidad y vete, o
quédate, pero quédate calladita en el rincón: no hables, no opines, no digas,
no expreses y no ofrezcas. No estamos para responder a necesidades individuales
sino comunitarias, y tú no eres parte de esta comunidad precisamente porque
tienes necesidades particulares. Aquí sólo caben los sanos, los buenos, los
bonitos. Nadie reconocerá las horrendas actitudes que a diario nos damos los
unos a los otros y que contribuyen a generan tanta inseguridad y desconfianza.
No pretendo asegurar que un trastorno mental o
cualquier condición emocional se genera en sociedad exclusivamente, pero el
ámbito social es definitivamente un factor importante. La mayoría de los
trastornos mentales (los más comunes al menos) no surgen de la noche a la
mañana y se van gestando a lo largo de las experiencias de vida e interacciones
con otros. Son una combinación de tendencias genéticas, hábitos y relaciones poco
sanas, y pueden tener raíces de abuso, violencia, vicios y excesos, propios y
de quienes nos rodean.
Nadie simplemente se empieza a decir a sí mismo que es
un inútil, un fracaso, un problema, una persona que no vale la pena, alguien
insufrible, un loco, innecesario, poco valioso, indeseable porque nadie quiere
gente con necesidades especiales cerca. ¡Qué molestia tener que esforzarme de
más! En fin, las mil cosas que nos podemos decir a nosotros mismos las hemos
escuchado antes de otros, hemos participado o sido testigos de comentarios
semejantes, y nos alimentamos de ideas nada sanas que determinan nuestro valor
social y, por ende, condicionan nuestra convicción de que merecemos recibir o
no amor, seguridad, aceptación, reconocimiento y oportunidades.
La primera persona en darse cuenta de que tiene un
trastorno mental (lepra) que disminuye sus capacidades sociales, es
precisamente quien vive con ideas poco alentadoras de su persona. Es decir: uno
mismo. En realidad, creo, que todos tenemos algo de esta lepra social, y es
precisamente esta consciencia de nuestras insuficiencias las que nos hacen
esforzarnos para mejorar. (Por eso el reino de Dios es de los pobres, y no de
los ricos y orgullosos incapaces de reconocer sus deficiencias. El pobre
siempre se esforzará por obtener lo que necesita. Quien cree que ya lo tiene,
no hará ningún esfuerzo.)
Pero hay quienes, por diferentes razones, viven estas
ideas con más fuerza y así, ven su comportamiento afectado, lo cual socialmente
refuerza la idea de que efectivamente somos problemáticos, tercos, absurdos,
necios, enojones, negativos, insufribles, entre tantas otras cosas “feas”. Las
ideas, entonces, son reforzadas a través del rechazo, el castigo y la
indiferencia.
Al leer este texto de 2 Crónicas, no puedo más que
recordar cuando era muy joven y leía una Biblia en imágenes. Esa Biblia con
dibujos en blanco y negro, mostraban a un Jesús que le decía a la gente que
como yo se sabía llena de lepra, pobre, insuficiente, ciega, incontenible
(sangraba sin parar), incapaz de andar, sorda e incluso muerta: levántate,
lávate en el río, toma el agua de vida que te ofrezco, camina, ¿quién eres y
por qué has tocado mi manto? ¿Qué es lo que necesitas? ¿Cómo puedo ayudarte?
No les dijo: aléjate, vete, escóndete, no te expongas.
Tampoco les resolvió el problema nada más. Pidió algo: ve y lávate, levántate.
Dar dignidad no es resolver problemas. Es permitir que quienes ofrecen,
ofrezcan, desde quienes son y con sus limitaciones. Nada es pequeño ante los
ojos de Dios. Y muchas veces, igual que la viuda entregó su única moneda como
ofrenda, quienes menos pueden y tienen, suelen ser quienes lo dan todo.
Por eso, el sacerdocio no es exclusivo de los
sacerdotes. Y creo, espero, que, como Iglesia Católica que somos, es decir,
universal, algún día comprendamos que ese “ofrecer” incienso, sacrificio,
esfuerzo, trabajo, escucha, tolerancia, nos toca a todos. Y nos corresponde a todos
aceptar el sacrificio, el esfuerzo imperfecto quizá, pero real, de los demás.
Tampoco estoy diciendo que somos una sociedad
desgraciada. La realidad es que somos una sociedad ignorante en muchos
sentidos, tal y como lo eran en ese momento la sociedad que condenó a la
soledad a Ozías. Hoy sabemos que la lepra tiene cura, que no tenemos porque
dejarla avanzar y que requiere hábitos y tratamientos concretos que ayudan.
Bien, pues los trastornos mentales también tienen
cura, en algunos casos, y en otros, aunque no pueden curarse, pueden
trascenderse. Se aprende a vivir con ellos y se vive bien, hay quienes incluso logran
vivir mejor y con vidas más plenas que quienes no los tienen. La ignorancia que
hoy mantenemos en torno a estos temas nos lleva a seguir condenando,
rechazando, eliminando, limitando y encerrando a, o dejando que se encierren en
sí mismas, tantas personas, y así las dejamos en el olvido. Porque el problema,
son ellos, no nosotros. Los enfermos son ellos, no nosotros. Y los que deciden
sentir y pensar de esa forma negativa son ellos, no nosotros.
Y, sin embargo, según la teoría sistémica, el
individuo enfermo es tan sólo el síntoma de un sistema enfermo. Así que me voy
a atrever a decir que, si he levantado la voz, si he gritado y exigido que se
me reconozca, si me he negado a estar donde no soy tratada con dignidad y si he
ofrecido incienso a Dios es precisamente porque yo, como tú, soy tan sacerdote
como todos. Y porque el ofrecer y dar y pedir y luchar y esforzarme es algo que
siempre he hecho y que siempre diré merezco hacer y no existe persona ni
sociedad que tenga el derecho a negármelo. Que, si he hablado, he procurado
siempre hacerlo desde la verdad, la mía y la que alcanzo a reconocer. Y que
asumo la responsabilidad de mi condición, pero estoy, por lo mismo, obligada a
decirte que tú, sociedad, también tienes la responsabilidad de asumir tu papel
en mi recuperación.
Negarme, rechazarme, encerrarme, alejarme, olvidarme,
no te hacer mejor que yo. Te hace más cercano a los sacerdotes de mente
estrecha: autoridades que hablan y actúan sin verdadera autoridad, como la que
tiene Jesús, que es autoridad que alienta. Sacerdotes y personas “rectas” que
viven convencidos de que la ley se escribe en tinta, y no alcanzan a ver que el
Espíritu de la ley está en los muchos vacíos que hay entre las letras. Esos
vacíos son capaces de contenernos a todos, y llenar así, el vacío personal, que
forzosamente se convierte en empatía y compañía al permitir interpretar la
palabra muerta como un camino que nos lleva a reconocer la importancia de la
vida en comunidad: La necesidad humana de compañía, seguridad, aceptación y
reconocimiento.
Una vida que se da cuando somos capaces de compartir
lo que somos -estos seres incompletos y leprosos- con otros. Y aclaro que aquí
todos somos seres incompletos y todos cargamos con nuestras lepras, sólo que
algunos de nosotros no tenemos más remedio que reconocerlo, porque “¡gritamos!”
Nosotros, los de la lepra a flor de piel, no nos guardamos todo en nuestro
interior y ahogamos así el dolor con que pasiva o abiertamente, otros más
“sensatos” nos castigan después, convencidos de que sólo porque no aceptan su
lepra aún escondida o reprimida, no la tienen.
Nosotros, nos sabemos castigados y relegados, y sí, en
nuestro ser hay mucho enojo. Que en mi caso particular poco a poco aprendo a
canalizar levantando mi voz, cargando mi cruz, y clavando mi coraje en las
manos y pies del sacrificio de Jesús, que me permite matar la culpa, que no
tienes ni tengo, y que confío algún día me dará la paz de la trascendencia que en
la aceptación de mi humanidad he de lograr alcanzar.
Por ahora, Jesús, yo sé que el celo por tu casa me
devora. El celo que llevó a Ozías a gritar: ¡déjenme hacer mi sacrificio para
que Yavé me escuche porque sé que ustedes no me escucharán! El celo que te
llevó a ti a tomar un látigo y sacar animales de tu templo: ¡Mi casa debe ser
templo de oración y ustedes la han convertido en una cueva de lobos! El celo
que a mí me hizo gritar: ¡Reconozcan mi trabajo, no con palabra sino con
hechos! ¡Valoren mi trabajo, compartan lo que hago, y dejen de juzgarme con la
vara con la que no son capaces de juzgarse a sí mismos!
Perdona mi arrebato y ayúdame a corregir mis errores y
volver de este exilio. Reconoce Tú mi sacrificio, mi trabajo, mi oración. Y
convence a mi ser de que mis fracasos no me definen. He tenido también muchos
éxitos y aunque lo he deseado con todas mis fuerzas renunciar, sigo viva y
sostengo tu mano como nunca antes la había sostenido.
Conviérteme en Pedro: una piedra dura, terca, necia,
inquebrantable, para que con lágrimas de arrepentimiento por no haber sido
capaz de responder más que con miedo, responda ahora con el valor de saber que
tu resurrección lo cambia todo, porque me has de acompañar al infierno y he de
volver tomada de tu mano, consciente de ti y de todo lo que somos a través de
la dignidad que ya me has dado, y que ahora me toca aprender a reconocer sin
necesidad de vivir enojada y tener que gritarlo.
Inclúyeme en la Asamblea de tus Santos, no porque sea
merecedora de ello, sino para aprender de su santidad y a fuerza de estar en la
presencia de su entrega, aprenda a entregarme con la misma convicción que ellos
de que no necesito que nadie reconozca lo que ya me has dado.
Bendice mi vida y llena los vacíos entre las letras de
mis palabras, para que estén llenas de ti y respire en ellas tu Espíritu. Gracias Jesús. Te amo.
(1) Rohr, Richard. (2019, Enero 7).
Jesus and the Bible: Midrash. Daily Meditations. Center for Action and
Contemplation. Tomado de: https://cac.org/midrash-2019-01-07/?utm_medium=email&utm_campaign=2019-01-12%20DM%20Weekly&utm_content=2019-01-12%20DM%20Weekly+CID_50d3250dc4af1776ae3a70554f6c57db&utm_source=Campaign%20Monitor%20Google%20Analytics&utm_term=Monday