jueves, 20 de diciembre de 2018

Un corazón que sea hogar

Photo by Joanna Nix on Unsplash

“Aquella misma noche Yavé habló a Natán, para decirle: «Ve y transmite este recado a mi siervo David: Esto dice Yavé: No me edificarás tú la casa en que yo habite. Pues no he habitado en casa alguna desde el día en que hice subir a los hijos de Israel, hasta el día de hoy; sino que he andado de tienda en tienda y de morada en morada. Durante todo el tiempo que he ido de un lado a otro con todo Israel, ¿he dicho acaso a alguno de los jueces de Israel, a los que encargué el gobierno de mi pueblo: Por qué no me edifican una casa de cedro?

“Desde los días en que instituí jueces sobre mi pueblo de Israel, te sometí a todos tus enemigos, y te anuncié que Yavé te edificará una casa.»”  1 Crón 17, 3 a 6 y 10

David tiene la intención de edificarle una casa, un templo, a Yavé. Pero Yavé es claro: No he pedido una casa. Seré Yo, le aseguró a David, quien te edificará una casa a ti. 

En los siguientes versículos le hace saber a David que uno de sus hijos se consolidará como rey de Israel. “«El me edificará una Casa y yo afirmaré su trono para siempre. Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo, y no apartaré de él mi amor, como lo aparté del que estaba ante ti. Yo lo mantendré en mi casa y en mi reino para siempre y su trono estará firme eternamente.»” 1 Crón 17, 12-14

Esta noticia es Dios asegurándole a David y a toda su descendencia -incluidos nosotros, por supuesto- que seremos eternamente amados. Ese Amor, es la casa que Dios edifica todos los días y la que nos pide edifiquemos nosotros con él, también todos los días. Esa casa es el Reino de Dios que no es un futuro, es presente. Hacer realidad la Verdad de Dios es construir hogares y comunidades en el que el Amor sea la constante y todo lo que implica amar: escuchar, brindar apoyo, perdonar, comprender al otro desde su realidad, no la nuestra, acompañar en el dolor, dar herramientas de desarrollo.  

Todos nosotros somos el hijo de David a través del cual Dios construye una casa: Su casa. Esa casa de Amor es el Reino Eterno en el que todos y cada uno de nosotros somos hijos, príncipes y princesas, discípulos, sacerdotes, apóstoles, pastores, misioneros, y también somos pobres de espíritu y miserables, y estamos tan necesitados de comprensión y ayuda como cualquier otro. Brindar ayuda es recibir ayuda. Apoyar es ser apoyado. Amar es ser amado.  

Dios nos ha dado un reino y es nuestro. Somos nosotros quienes ahora nos toca construir una casa digna del Dios Padre-Madre cuyo Amor nunca se ha apartado de nosotros. ¿Por qué nos sentimos con el derecho de apartar nuestro amor de los demás? ¿Quién nos dijo que tenemos el derecho de negarle a los demás participar como miembros activos de nuestra Iglesia y comunidades? Y, sin embargo, todos los días lo hacemos.  

Y en un intento de acercarme lo más posible a la Verdad, no sólo rechazamos -quizá inconscientemente- a otros, sino que esos otros, también nos rechazan. ¿Cuántas personas bautizadas en la Iglesia Católica la han dejado ya? ¿Fueron ellos los que no pudieron acercarse o fuimos nosotros los que no hemos tenido la comprensión, tolerancia y disposición para acercarnos a ellos y para permitirlos convivir, hacer y existir entre nosotros desde quienes son y no desde quienes queremos que sean?

Me confieso parte de ese grupo de bautizados, que ya no tiene intención alguna de pertenecer a un grupo de iglesia. Si alguna vez lo busqué, lo deseé y lo quise, es algo que ya no puedo ni siquiera considerar. La ansiedad que me genera es… peligrosa. La iglesia católica es y ha sido para mí, más una madrastra malvada que una madre amorosa, por usar figuras arquetípicas que puedan ilustrarlo. Y dado que soy, arquetípicamente hablado, una princesa hija de mi Padre, no conviene someterme a la madrastra, sino reconocer el Espíritu de nuestra Madre. Un Espíritu de Amor capaz de refugiarnos en el mundo, lejos de castillos y torres donde sólo seremos encarceladas.

La iglesia quiere gente que haga, pero no cuestione. Quiere gente que brinde, pero no pida. Quiere gente que soporte, pero a la que no se le tendrá tolerancia si se sale de lo esperado. Quiere gente integrada, pero no necesariamente íntegra. 

Siempre iré a misa, siempre pediré por mi Iglesia y si hay algo que yo pueda hacer por ella, lo haré. Pero la iglesia no quiere gente con necesidades -y hay que aceptarlo también, no está preparada para ello ni tiene intenciones de prepararse-, y yo las tengo. 

No soy un caso aislado. Me atrevo a decir incluso que todos los seres humanos tenemos necesidades que la iglesia católica no está dispuesta a considerar siquiera. Dios quiera que algún día la iglesia deje de disminuirse disminuyendo a los demás. Dios quiera que algún día la iglesia deje de enfocarse en construir templos y busque construir comunidades, sociedad y un mundo en el que todos tengamos un lugar digno. Todos, no sólo los pocos que cumplen con el Visto Bueno de un organismo que ha dejado de ser orgánico en muchos sentidos y se ha convertido en un cúmulo de burocracia y administración de sacramentos sin Espíritu. 

Comprendo que quizá pienses que hablo desde mi rencor, y supongo que no hay manera de negarlo. Después de todo, el recuerdo es tan fuerte como el hecho mismo (para mí la palabra rencor significa recordar con el corazón herido), y no hay manera de acercarme sin recordar. Mi cuerpo entero se estremece y mi alma quiere correr hacia el otro lado. El temblor es incontrolable y mis mecanismos de defensa despiertan. 

Superar un hecho es en buena medida crear nuevas memorias, pero sin disposición de otros a ayudarte a construirlas, ¿qué esperanza queda que no sea la distancia? 

Jesús, toma mi corazón y cúbrelo con la coraza de tu Amor, pero no para vivir en la soledad, sino para tener el valor de acercarme a otros y construir tu Reino ahí donde sea que esté. Recuérdame que no es una casa lo que quieres. Quieres que mi corazón sea hogar. Dame el valor que necesito para hacer realidad tus deseos. Gracias. Te amo. 



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