sábado, 1 de diciembre de 2018

Pertenecemos al amor, no a la indiferencia



Photo by Ravi Roshan on Unsplash
“Mira, vivirás lejos de las tierras fértiles y lejos del rocío del cielo. De tu espada vivirás y a tu hermano servirás; pero cuando así lo quieras, quitarás su yugo de tu cuello.” Gen 27, 39-40

Señor, ayúdame a querer. Libera mis ojos del llanto y dame la voluntad de buscar Tu tierra, Tu nación, el lugar donde habitas y soy aceptada, reconocida y amada. Te pertenezco a Ti. Recuérdame siempre que soy tuya y que en tu presencia no importa donde esté. Ahí, donde sea que esté, soy amada, pues eres Tú la fuente del amor, no ellos. 

Dame la bendición que Tú consideres mía, y ayúdame a recordar que tu don más hermoso no es la gloria del poder, sino la bendición de no poder y necesitar estirar la mano para que seas Tú quien la sostenga. Hoy necesito Tú mano, y sé que siempre la necesitaré. No pertenezco a este mundo, soy tuya. Así que ayúdame a querer quitarme el yugo, a saber que no tengo nada que demostrar, y a dejar de intentar ser alguien en un mundo en el que ser alguien significa tener poder sobre otros. No me des poder, dame está extrema necesidad de ti, y sé Tú quien puede conmigo. Así sea por siempre. Amén.

Nota adicional:
Esta oración fue escrita en otro lugar anímico al que me encuentro hoy. Y debo decir que hay una frase en ella que me hizo estremecer: “Recuérdame siempre que soy tuya y que en tu presencia no importa donde esté. Ahí, donde sea que esté, soy amada, pues eres Tú la fuente del amor, no ellos.”

Ese estremecimiento es diferente al escalofrío que me sorprendió hace unos días, cuando recibí un video que asegura que la verdadera libertad es no tener apegos. No apegarnos a las cosas ni a las personas. Amarnos a nosotros mismos basta y tener una sana relación con nuestro propio ser es lo único que importa. Aseguraba que sólo nosotros somos responsables de nuestros sentimientos y nadie nos puede hacer sentir nada, porque nosotros decidimos cómo nos sentimos.

Quizá eso sea verdad. Quizá yo no sufriría tanto si yo pudiera ignorar la indiferencia y a veces incluso el maltrato de aquellas personas a las que amo. Quizá los “bullies”, o abusivos no existirían si nadie se sintiera intimidado por sus acciones y a nadie le dolieran sus insultos o palabras.  Sin embargo, ese escalofrío que siento al pensarlo surge ante una pregunta: ¿Entonces por qué somos Cristianos? ¿Qué necesidad tenemos de actuar de manera Cristiana si todos nos bastamos a nosotros mismos para trascender?

Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida, y él nunca nos dijo: amate y ya. Nos dijo, ámense como yo los he amado. ¿Y cómo nos amo Jesús?

Nos habló con la verdad, y eso dolió, porque la verdad duele cuando nos descubre en nuestras mentiras e hipocrecias. Nos enseñó a servir, sirviendo. Nos curó, nos devolvió la vista, nos hizo escuchar, nos cuestionó y nos pidió ser ciudadanos no del mundo sino de un Reino que trasciende lo mundano. Nos enseñó a pelear sin levantar un solo puño, con decisión y entrega. Nos enseñó a ganar perdiendo toda grandeza, todo poder, y toda expectativa de triunfo: Si no ganamos todos, nadie ha ganado. Por eso, todos tenemos que cargar nuestra cruz, y ayudar o simplemente acompañar a otros a cargar la suya.

Si es verdad que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, entonces no podemos pensar que nos bastamos a nosotros mismos. Jesús sufrió, y no aparentó no sufrir ni puso cara de a mí todo se me resbala. Todos los profetas, y el mismo Jesús, nos han dicho lo que hacemos mal ante el dolor de los demás. No vinieron a convencernos de que el otro no tiene importancia. Todo lo contrario, nos vinieron a decir que necesitamos amar con acciones de verdadero servicio y entrega. La responsabilidad no recae en “sentir a solas el amor de Dios”. La responsabilidad que todos compartimos es la de “dar amor y contribuir a que el amor sea lo que todos compartamos, vivamos y experimentemos”.

Cuando no es amor lo que experimentamos, necesitamos recurrir a la fuente para ser capaces de amar, a pesar de cómo nos tratan. Pero eso no significa que la fuente del amor, que es Dios, es un ente separado de la totalidad en que todos nos convertimos cuando somos una sociedad, una comunidad, una familia, e incluso un par de amigos o una pareja.

Yo soy Cristiana, y no me basto a mí misma para amar y ser amada. Y si levanto la voz ante la indiferencia o el maltrato de otros, no es porque no me reconozca valiosa ante los ojos de Dios. Al contrario: sé que lo soy y sé que no quiere que sufra, ni yo, ni nadie que pudiera estar en un lugar emocional igual o parecido al mío. No me basto a mí misma para amar. Sólo Dios basta. Pero pensar que eso me libra de todo dolor o sufrimiento causado por la indiferencia y el maltrato de las personas de una sociedad, es igual a pensar que soy suficiente, o peor aún, más que suficiente. Eso es ego, y el ego, no es Dios.

De modo, mi amado Jesús, cuando yo te pido: “Recuérdame siempre que soy tuya y que en tu presencia no importa donde esté. Ahí, donde sea que esté, soy amada, pues eres Tú la fuente del amor, no ellos.” No pido que me des la fuerza para que “todo se me resbale”, sino para amarlos, para amarlos todavía más y todavía con más fuerza. Para encontrar el modo de servirles, porque para eso vine al mundo: para amarte y servirte a ti.

Bendito eres por siempre Señor. Te amo.

No hay comentarios: