sábado, 22 de diciembre de 2018

Vas a edificarme una casa



“«¡Oh Dios mío! Acabas de revelar a tu siervo que vas a edificarle una casa, y por esto he encontrado valor para orar en tu presencia. Ahora pues, Yavé, tú eres Dios y tú has prometido esta dicha a tu siervo, y ahora te has dignado bendecir la casa de tu siervo para que permanezca por siempre en tu presencia. ¡Oh Yavé! Tú eres el que bendice y mi casa, pues, será bendita para siempre.»” 1 Crón 17, 25 a 27

Jesús, hacer mis oraciones en últimas fechas ha sido complicado. Es verdad que hay mucho que hacer y que las vacaciones, por lo menos las de mi familia, son para pintar casa, reacomodar cosas, arreglar desperfectos, así que son vacaciones a medias. Mi mamá habría dicho: “¡Ay hija! Vas a descansar haciendo adobes. Ya no trabajes tanto.” La extraño. 

Jesús, quiero confesarte que además de todo lo que hay que hacer, me ha costado levantarme a leer y escribir porque no me siento digna de ello. Esta incapacidad que tengo de acercarme a la iglesia otra vez, y de darme la oportunidad de amar una vez más a mis hermanos, siento que me hace indigna de presentarme ante ti. 

Me siento muy sola Jesús y sé que me estoy alejando de todos, y estoy alejando a todos de mí. Vivo una paradoja porque tengo temor al abandono, pero lo provoco. Así es esto: lo provoco. No quiero estar cerca de nadie. Es más fácil dejarlos a todos que intentar formar parte de algo porque al final no me van a aceptar nunca. Soy fea.

Cada golpe, cada rechazo, cada abuso, cada mentira se quedó sobre mi piel, debajo de mi piel, en mis entrañas, y no puedo borrarlo, no puedo controlar mi cuerpo cuando se siente amenazado. Y entonces, soy fea. Me doy cuenta de que estoy siendo “fea”, pero no puedo detenerme. Ya no puedo detenerme. Antes podía. Antes me dejaba pisotear con tal de que no me abandonaran. Pero hoy, quiero alejar a todos para que nadie, nadie, nadie me lastime nunca más. Ya no quiero que nadie me lastime. 

Y este impulso por alejarme de todos y todo, me lleva a querer dejar también de escribir una oración. Quiero detenerme, pero eso implicaría dejar de hablar contigo, mi Dios y mi refugio. Renunciar a ti y alejarme de ti es un lujo que yo no puedo darme. Eso sería firmar mi condena y morir, porque sin Ti, la vida no tiene ningún sentido. Ningún sentido. 

Te confieso que morir, se antoja como la única manera de lograr la deseada paz que tanto, me dicen, necesito, y que, también hay quien lo asegura, no me brindas porque no soy capaz de perdonar. 

¿Perdonar a quién? ¿Quién me ha pedido perdón? ¿Quién me ha dicho: podría haberte tratado mejor, podría haber elegido otras palabras; podría haberte ayudado cuando lo necesitabas, podría haberte exigido menos y agradecido más; podría haberte dicho la verdad en su momento; podría haber escuchado lo que querías decirme y valorado más tu esfuerzo; podría intentar ponerme en tus zapatos y escucharme decirte las cosas que te digo; podría informarme un poco más sobre lo que te sucede y las posibles causas; podría intentar comprender que yo también participo en tu sentir con mi indiferencia e ingratitud? ¿Perdonar qué y a quién? ¿Perdonarlos porque no saben lo que hacen? Sí saben Jesús, pero no quieren que nadie se los diga porque a diferencia de mí, ellos son buenos. Y la gente buena, no necesita perdón. La gente fea como yo, en cambio, sí. Yo necesito tu perdón y tu presencia tanto como el agua, el alimento y el oxígeno. Perdóname Jesús, y aunque no soy digna, no te apartes de mí. 

Con esta consciencia de mi necesidad de ti, leo a David decir: “Acabas de revelar a tu siervo que vas a edificarle una casa, y por esto he encontrado valor para orar en tu presencia.” Y me atrevo a hacer lo impensable. Me atrevo a apropiarme de esas palabras y hacerlas mías, y decirte: Acabas de revelar a tu sierva que vas a edificarle una casa, y por esto he encontrado valor para orar en tu presencia. 

Y prendo la computadora y escribo y confieso que quiero morirme, pero no lo voy a hacer porque Tú, mi amado Jesús, vas a construirme una casa y vas a permitirme habitar en ella. Y ahí, en esa casa, estaré segura. Ahí, nadie, nunca más, podrá rechazarme ni lastimarme ni abusar de mí. Tú, mi adorado Padre, mi querida Madre, van a heredarme su capacidad para renacer en cada lágrima, y tengo tantas, que nunca he de morir. Mis lágrimas son eternas y son Suyas. Y Tú, mi bienaventurado Espíritu vas a “bendecir la casa de tu sierva para que permanezca por siempre en tu presencia.”

De modo que no hay más que declararlo con todas sus letras y con el alma limpia de todo dolor: “¡Oh Yavé! Tú eres el que bendice y mi casa, pues, será bendita para siempre.” 

Gracias. Muchas gracias por la bendición de ser tuya y para ti por siempre. No es paz lo que necesito. La paz para mí sería la muerte. Y morir es una salida prematura y por ello, errónea. Te necesito a ti. Y Tú, mi amado Jesús, no siempre viviste en paz. Tuviste también tus momentos de tormenta y desdicha. Pero te acercaste a orar. Siempre te acercaste a orar. Y yo, siguiendo el camino que me has marcado, he de orar hoy, mañana y siempre. 

Así que: ¡Bendito eres Dios Nuestro! Y bendito es el fruto de mi vientre: este dolor que me invade y se retuerce en mi interior, para dar vida a unas palabras que te alaban por la Bondad y la Belleza que solo la Verdad de tu Ser puede brindar. Busquemos la Verdad y seremos libres. Y la Verdad eres Tú. Con o sin paz, la Verdad eres Tú. 

Te amo.  

5 comentarios:

Unknown dijo...

Felicidades. Que bonito te expresas.

Unknown dijo...

Que bonito escrives. Felucidaded

Amida Castro dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Amida Castro dijo...

Gracias. Bendiciones.

Amida Castro dijo...

Gracias mil. Bendición y paz.