“«¡Oh Dios mío! Acabas de revelar a tu siervo que vas
a edificarle una casa, y por esto he encontrado valor para orar en tu
presencia. Ahora pues, Yavé, tú eres Dios y tú has prometido esta dicha a tu
siervo, y ahora te has dignado bendecir la casa de tu siervo para que
permanezca por siempre en tu presencia. ¡Oh Yavé! Tú eres el que bendice y mi
casa, pues, será bendita para siempre.»” 1 Crón 17, 25 a 27
Jesús, hacer mis oraciones en últimas fechas ha sido complicado.
Es verdad que hay mucho que hacer y que las vacaciones, por lo menos las de mi
familia, son para pintar casa, reacomodar cosas, arreglar desperfectos, así que
son vacaciones a medias. Mi mamá habría dicho: “¡Ay hija! Vas a descansar
haciendo adobes. Ya no trabajes tanto.” La extraño.
Jesús, quiero confesarte que además de todo lo que hay
que hacer, me ha costado levantarme a leer y escribir porque no me siento digna
de ello. Esta incapacidad que tengo de acercarme a la iglesia otra vez, y de
darme la oportunidad de amar una vez más a mis hermanos, siento que me hace
indigna de presentarme ante ti.
Me siento muy sola Jesús y sé que me estoy alejando de
todos, y estoy alejando a todos de mí. Vivo una paradoja porque tengo temor al
abandono, pero lo provoco. Así es esto: lo provoco. No quiero estar cerca de
nadie. Es más fácil dejarlos a todos que intentar formar parte de algo porque al
final no me van a aceptar nunca. Soy fea.
Cada golpe, cada rechazo, cada abuso, cada mentira se
quedó sobre mi piel, debajo de mi piel, en mis entrañas, y no puedo borrarlo,
no puedo controlar mi cuerpo cuando se siente amenazado. Y entonces, soy fea. Me
doy cuenta de que estoy siendo “fea”, pero no puedo detenerme. Ya no puedo
detenerme. Antes podía. Antes me dejaba pisotear con tal de que no me
abandonaran. Pero hoy, quiero alejar a todos para que nadie, nadie, nadie me
lastime nunca más. Ya no quiero que nadie me lastime.
Y este impulso por alejarme de todos y todo, me lleva
a querer dejar también de escribir una oración. Quiero detenerme, pero eso
implicaría dejar de hablar contigo, mi Dios y mi refugio. Renunciar a ti y
alejarme de ti es un lujo que yo no puedo darme. Eso sería firmar mi condena y morir,
porque sin Ti, la vida no tiene ningún sentido. Ningún sentido.
Te confieso que morir, se antoja como la única manera
de lograr la deseada paz que tanto, me dicen, necesito, y que, también hay
quien lo asegura, no me brindas porque no soy capaz de perdonar.
¿Perdonar a quién? ¿Quién me ha pedido perdón? ¿Quién
me ha dicho: podría haberte tratado mejor, podría haber elegido otras palabras;
podría haberte ayudado cuando lo necesitabas, podría haberte exigido menos y
agradecido más; podría haberte dicho la verdad en su momento; podría haber
escuchado lo que querías decirme y valorado más tu esfuerzo; podría intentar
ponerme en tus zapatos y escucharme decirte las cosas que te digo; podría informarme
un poco más sobre lo que te sucede y las posibles causas; podría intentar
comprender que yo también participo en tu sentir con mi indiferencia e
ingratitud? ¿Perdonar qué y a quién? ¿Perdonarlos porque no saben lo que hacen?
Sí saben Jesús, pero no quieren que nadie se los diga porque a diferencia de
mí, ellos son buenos. Y la gente buena, no necesita perdón. La gente fea como
yo, en cambio, sí. Yo necesito tu perdón y tu presencia tanto como el agua, el
alimento y el oxígeno. Perdóname Jesús, y aunque no soy digna, no te apartes de
mí.
Con esta consciencia de mi necesidad de ti, leo a
David decir: “Acabas de revelar a tu siervo que vas a edificarle una casa, y
por esto he encontrado valor para orar en tu presencia.” Y me atrevo a hacer lo
impensable. Me atrevo a apropiarme de esas palabras y hacerlas mías, y decirte:
Acabas de revelar a tu sierva que vas a edificarle una casa, y por esto he encontrado
valor para orar en tu presencia.
Y prendo la computadora y escribo y confieso que
quiero morirme, pero no lo voy a hacer porque Tú, mi amado Jesús, vas a
construirme una casa y vas a permitirme habitar en ella. Y ahí, en esa casa,
estaré segura. Ahí, nadie, nunca más, podrá rechazarme ni lastimarme ni abusar
de mí. Tú, mi adorado Padre, mi querida Madre, van a heredarme su capacidad
para renacer en cada lágrima, y tengo tantas, que nunca he de morir. Mis
lágrimas son eternas y son Suyas. Y Tú, mi bienaventurado Espíritu vas a “bendecir
la casa de tu sierva para que permanezca por siempre en tu presencia.”
De modo que no hay más que declararlo con todas sus
letras y con el alma limpia de todo dolor: “¡Oh Yavé! Tú eres el que bendice y
mi casa, pues, será bendita para siempre.”
Gracias. Muchas gracias por la bendición de ser tuya y
para ti por siempre. No es paz lo que necesito. La paz para mí sería la muerte.
Y morir es una salida prematura y por ello, errónea. Te necesito a ti. Y Tú, mi
amado Jesús, no siempre viviste en paz. Tuviste también tus momentos de
tormenta y desdicha. Pero te acercaste a orar. Siempre te acercaste a orar. Y
yo, siguiendo el camino que me has marcado, he de orar hoy, mañana y siempre.
Así que: ¡Bendito eres Dios Nuestro! Y bendito es el fruto
de mi vientre: este dolor que me invade y se retuerce en mi interior, para dar
vida a unas palabras que te alaban por la Bondad y la Belleza que solo la
Verdad de tu Ser puede brindar. Busquemos la Verdad y seremos libres. Y la
Verdad eres Tú. Con o sin paz, la Verdad eres Tú.
Te amo.
5 comentarios:
Felicidades. Que bonito te expresas.
Que bonito escrives. Felucidaded
Gracias. Bendiciones.
Gracias mil. Bendición y paz.
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